jueves, 15 de junio de 2017

Vita Sackville-West y Juan Rodolfo Wilcock: El jardín

EL JARDÍN

(FRAGMENTO)


Extraños veranos, aquéllos; veranos llenos de guerra.
Yo creo que las flores parecían más bellas
por el peligro. Vivíamos entonces en el pundonor,
instante de verdad y de honor, cuando el toro
ataca y el peligro es máximo, pero la destreza
y la audacia franquean la débil voluntad
e imponen a la bestia maciza noble muerte.
Vivíamos momentos punzantes como espadas
citando nuestra muerte sobre el filo homogéneo;
nuestras mezquinas almas conmovidas, golpeadas,
sin tiempo disponible para el miedo.

Era una época extraña, insólita, cruel.
La amenaza segura de la muerte, que todos creen remota
no para hoy, sino para otro día,
para un mañana todavía lejos,
irreal como una anécdota olvidada,
se aproximaba sin golpear, pero a veces golpeaba.

Exaltados a un clima diferente, vivíamos;
no en seguros asientos tras de la empalizada
viendo que otros se arriesgan en el juego escarlata
y hacen el Pase de la Muerte delante de la Cosa
acorralada y lista para las estocadas
para el chorro de sangre oscura, pulmonar, sobre la arena,
hundiéndose en un lento y escultórico cúmulo
a los pies del brillante y joven matador,
armado de su espada, su muñeca y su mano...
No como espectadores, mientras duró la guerra,
sino en la misma arena maculada.

Extrañas, diminutas tragedias azotaban estas tierras;
tristemente sonreíamos, cuando la cólera y la fuerza
se malgastaban en los inocentes.
En el verde trigo tierno que luego sería pan;
en los jardines donde coqueteaban
las flores y cumplían su despliegue estival;
en el camino, abriéndolo, impidiendo
que por allí pasara el carro de heno.
Tan desproporcionada, tan violenta esa fuerza
para matar algo tan diminuto.
¡Cráteres en los campos inocentes de Kent!

Se requirió una tonelada de hierro para matar esta alondra,
este ingrávido ciudadano del aire.
Todo fue irónico en su destino. Yacía
diminuto entre monstruosidades de arcilla,
pequeña víctima solitaria de las sombras.

Nadie compartió su suerte, ni el blando ganado
pesadamente rumiante, ahíto;
ni el hombre ni la mujer en su lecho rural;
sólo esta cosa pequeña, tranquilamente perfecta, había muerto.
La sopesé en la mano. ¡Qué liviano es un pájaro!

Imponderable soplo, que debiste morir
cantando como viviste; ser sorprendido
por la muerte entre los cielos y la tierra;
no sufrir este eclipse, sin sonido
de cantos que una última ironía grosera te negara.

Sotos he visto rudamente heridos,
con sus hojas dispersas como papel picado;
avellanos volados y castaños quemados;
y a pesar del otoño, hojas primaverales les brotaban.
¡Qué transitoria, oh guerra, con todos tus dolores!
Sólo eran permanentes la savia y la semilla.
Sabían que la vida era todo lo que les hacía falta;
la vida perduraba en esas hojas prematuras.

Ésta era nuestra miniatura, nuestra mínima parte
en la desolación, la miseria de Europa;
pero no en nuestros hábitos; la guerra nunca había atravesado
nuestras fronteras arrogantes; otras la conocieron
mas no las nuestras, nuestra nación, nuestra isla amurallada.
Inglaterra anadiómena, como Venus en su concha,
hermosa ante sí misma, incomparablemente segura;
habíamos oído los ecos melancólicos que tocaban a muerto
atravesando nuestros mares. No estábamos allí.
Estábamos en casa, aunque acudieran nuestros hijos
como acostumbraban acudir los jóvenes; en casa con un lento
resentimiento ante el insulto veíamos por fin
la mitad de los nervios de toda nuestra fuerza
cortados por cuchillos que caían del aire;
y a pesar de la ira y del asombro
guardábamos la fe, y aun a veces decíamos:

“Pronto terminará esta guerra”.
Sí, en setiembre, o quizás en noviembre,
con una luna llena, o una luna gibosa,
una luna de siega, o una luna de caza,
terminará.

No para las aldeas inocentes destruidas,
para los corazones inocentes quebrados;
para ellos no, no terminará,
el temor memorable,
el hogar perdido, el hijo perdido, y el perdido amante.

Bajo el sol naciente, la luna creciente
pronto terminará esta guerra
pero sólo para los muertos.

Traducción de JUAN RODOLFO WILCOCK.
Revista Sur, julio-octubre de 1947, año XVI.
FROM THE GARDEN
(1946)

Strange were those summers; summers filled with war.
I think the flowers were the lovelier
For danger. Then we lived the pundonor,
Moment of truth and honour, when the bull
Charges and danger is extreme, but skill
And daring over-leap the fallible will
And bring the massive beast to noble kill.
Moments as sharp as sword-points then we lived
Citing our death along the levelled blade;
Then in our petty selves were shaken, sieved,
Withouten leisure left to be afraid.

It was a strange, a fierce, unusual time.
Death’s certain threat, that most men think remote,
Nor for today, but for another day,
For some tomorrow surely far away,
Unreal as an ancient anecdote,
Came near, and did not smite, but sometimes smote.

We lived exalted to a different clime;
Not in safe seats behind the palisade
Watching while others risk the scarlet sweep
And make the pass of death before a Thing
Cited at bay to take the estocade
And spout the lung-blood dark upon the sand,
Sinking at last in slow and sculptural heap
At foot of the young dazzling matador
Armed only with his sword and wrist and hand,—
Not as spectators in those days of war
But in the stainèd ring.

Strange little tragedies would strike the land;
We sadly smiled, when wrath and strength were spent
Wasted upon the innocent.
Upon the young green wheat that grew for bread;
Upon the gardens where with pretty head
The flowers made their usual summer play;
Upon the lane, and gaped it to a rent
So that the hay-cart could not pass that way.
So disproportionate, so violent,
So great a force a little thing to slay.
—Those craters in the simple fields of Kent!

It took a ton of iron to kill this lark,
This weightless freeman of the day.
All in its fate was irony. It lay
Tiny among monstrosities of clay,
Small solitary victim of the dark.

None other shared its fate, not the soft herd
Heavily ruminant, full-fed;
Not man or woman in their cottage bed;
Only this small, still-perfect thing lay dead.
I weighed it in my hand. How light, a bird!

Imponderable puff, it should have died
Singing as it had lived; been found
By death between the heaven and the ground;
Not suffered this eclipse without the sound
Of song by last gross irony denied.

Coppices I have seen, so rudely scarred,
With all their leaves in small confetti strown;
The hazels blasted and the chestnut charred;
Yet by the Autumn, leaves of Spring had grown.
How temporary, War, with all its grief!
Permanence only lay in sap and seed.
They knew that life was all their little need,
And life was still in the untimely leaf.

This was our miniature, our minor share
In Europe’s misery and desolation;
Not in our habit; war had never crossed
Our arrogant frontier; others met the cost,
But not our own, our moated isle, our nation.
England was sea-borne, Venus in her shell,
Lovely to her own self, and safe beyond compare;
We are heard echoes of an ernful knell
Sounding across our seas. We were not there,
We were at home, although our sons might go
As young men go, but we at home in slow
Resentment at an insult found at length
That half the sinews of our strength
Were cut by knives that slashed them from the air;
Yet, angry and astonished as we were
We kept our faith and even at moments said

“This war will be over soon.”
Yes, in September or perhaps November,
With some full moon or gibbous moon,
A harvest moon or else a hunter’s moon
It will be over.

Not for the broken innocent villages,
Not for the broken innocent hearts:
For them it will not be over,
The memorable dread,
The lost homey the lost son, the lost lover.

Under the rising sun, the waxing moon,
This war will be over soon,
But only for the dead.