lunes, 20 de marzo de 2017

Johannes Nider y Mosén Oja Timorato: De los maleficios y los demonios. Velada segunda

VELADA SEGUNDA

Reunidos de nuevo los cuatro amigos, tomó M. la palabra después de leer lo escrito por el padre Ceballos sobre los oráculos y dijo: He examinado los libros del Martillo y el Hormiguero, y me he convencido de que el primero, por su difusión, y por el escolasticismo del género viciado que lo informa, ha de producir en ustedes verdadero hastío, lo que no creo suceda con la lectura del segundo, cuyos curiosísimos diálogos no podrán menos de cautivar agradablemente la atención. Por esto, y porque todo lo más interesante que los autores del Martillo pusieron en su obra, lo tomaron los del Hormiguero, me he decidido a traducir a ustedes éste, y dejar aquél. Pero ante todas cosas, conveniente será el que haga algunas advertencias.

No es todo el Hormiguero de Fray Juan Nyder el que voy a leer, sino solo el libro quinto, que es el que tiene conexión con el Martillo, y el único que poseo, sacado de entre los trebejos de una mesa revuelta de la feria.

Aun cuando no he olvidado lo que respecto a traducciones enseña Horacio, ni lo que dice el gran Padre San Gerónimo, he de traducir palabra por palabra, en cuanto me sea posible; pues creo que sólo de esa manera vendrá a tener la traducción el sabor, digámoslo así, del original. Quiero que se oiga hablar a Nyder, y no a mí, y que suene la voz de la Edad Media, y no la del siglo XIX. Bien, que en las traslaciones del hebreo al griego, o de éste al latín, resultan hasta absurdos de traducir palabra por palabra, mas, tratándose de dos lenguas, nacida la una de la otra, de tal manera semejantes, que continuamente se confunde la madre con la hija y ésta con aquélla, no hay peligro de que la traducción palabra por palabra, tape y cubra el sentido, y sea como la grama, que con su hermosura, echa a perder y ahoga los sembrados; antes es de temer en las traducciones libres, lo que yo he visto con dolor más de una vez, a saber, que de tal manera desfiguran los originales, que no los conocerían los padres que los engendraron. Esto no quiere decir que no se presenten ocasiones, y acaso a mí se me ofrezcan, en que sea preciso hacer alguna excepción, según el buen juicio y prudencia del traductor.

Por lo mismo que pienso ceñirme al autor en cuanto pueda, y por lo mismo que voy a traducir así, de repente, y como si dijéramos, y ahora se dice, al correr de la pluma, no hay para qué esperar de mí grandes rasgos de elocuencia, ni atildamiento en las frases, ni ese artificio de períodos, con que otros, a fuerza de líneas y de compases, deslumbran a sus lectores, sin que siempre logren ocultar los litros de óleo que ha embebido el condimento. El lenguaje de Fray Juan Nyder es sencillo, como que lo usa con un ignorante; y fuera de que no soy un Cicerón, ni mucho menos; y fuera de que todo lo que sale de la naturalidad, me es repulsivo; y fuera de que no tengo pretensiones, ni espero que por este trabajo me hagan Patriarca de las Indias, u otra cosa parecida; ni yo he de poner a Nyder entre los brillantes follajes de una oratoria, que no es la suya, ni ustedes habrán de exigir lo que para nada necesitan, ni acaso desean.

R. —Venga ya el Hormiguero en la forma y manera que usted guste de dárnoslo, pues sea lo que fuere, siempre entenderemos que es la mejor, y siempre le quedaremos agradecidos, por la amabilidad con que se ha prestado a amenizar nuestros oídos.

M. —Empieza Nyder su Formicarium con las siguientes palabras del capítulo VI del Libro de los Proverbios: «Anda, oh perezoso, ve a la hormiga, y considera su obra, y aprende a ser sabio. Ella, sin tener guía, sin maestro ni caudillo, se provee de alimento durante el verano, y recoge su comida al tiempo de la siega.»

Habla en los cuatro primeros libros de las propiedades de las hormigas, haciendo ingeniosas y doctísimas aplicaciones, y concluye con el libro V que los editores del Malleus Maleficarum añadieron a la obra de Spenger e Institor, anunciándolo en los siguientes términos:

«Libro insigne de Fray Juan Nyder Suevo, del Orden de predicadores, profesor de sagrada teología e inquisidor de la peste herética [1] sobre los maléficos y sus decepciones, escogido con singular estudio del Hormiguero del mismo, para la explicación del presente negocio, y añadido ahora por primera vez, por la afinidad y conveniencia con otras materias del Martillo de Maléficas.»


CAPÍTULO PRIMERO

Ahora, por el librito V, acerca de las propiedades de las hormigas, pláceme tratar de los maléficos y de sus decepciones.

Son las hormigas varias en los colores, porque unas son negras, otras rojas o amarillas. Mas por sus colores puede entenderse la varia condición de los vicios, aunque los mismos animales sean de sí buenos, como todas las criaturas de Dios. Así como por la blancura y candor de los vestidos, según San Gregorio, se acostumbró a entender la pureza y limpieza de las virtudes, así también por los colores, que se apartaban más o menos de la blancura [2], se significaba la mayor o menor enormidad de los vicios, como se ve por la Sagrada Escritura [3].

Perezoso [4]. —Pues deseo conocer primeramente por qué medios y de qué manera son regidos, dominados y elementados por los demonios los maléficos, los supersticiosos y los a estos semejantes; pues no dudo de que hay varios de ellos más negros que los carbones en los vicios y en la malicia, según aquello de los Threnos: «Negra, más que los carbones, es su cara, y no son conocidos en las plazas.»

Teólogo. —El alma humana, oprimida por la mole del cuerpo, en el destierro de esta vida, y cautiva en la cárcel del mismo, es burlada por muchas especies de fantasía, de las que se hablará en adelante, bastando por ahora decir que pueden ocurrir a los sentidos interiores y exteriores apariencias raras y admirables.

Unos despiertos ven cosas extraordinarias por virtud de la gracia divina; otros las ven porque están viciados sus cerebros, y otros por la astucia del demonio. De los primeros fueron algunos profetas, de los segundos son los maníacos y de los terceros, muchos endemoniados.

Acontece que la clemencia de Dios, manifiesta algunas veces a grandes pecadores, las penas de las almas en la otra vida.

Los que lean a San Alberto en el libro III de El sueño y la vigilia, y a Avicena y Galeno en sus Medicinales, sabrán que del vicio y debilidad del cerebro y de melancolía, se contrae naturalmente la enfermedad que llaman manía, sin que en ello intervenga el demonio; por cuya enfermedad aparecen al hombre muchas cosas, que no existen más que en su imaginación y fantasía.

De cómo los hombres son engañados en sus sentidos por los demonios, hay innumerables ejemplos.

Perezoso. —Hemos oído algunas veces a los antiguos, que ellos, según afirmaban, habían visto durante la noche ejércitos de armados, y deseo saber qué hay de verdad en esto.

Teólogo. —Tales prodigios pronostican algunas veces futuras guerras; otras engañan con ellos los demonios a los incautos; y otras, en fin, indican cuales sean las penas de los malos. De todos tenemos ejemplos, así en la Sagrada Escritura, como en otras partes.

Cuando Josué entró en la tierra de promisión por primera vez para tomar a Jericó, alzó los ojos, y vio en el campo un varón puesto en pie, que le salía al encuentro con la espada desenvainada, a quien preguntó: «¿Eres tú de los nuestros o de los enemigos?» Y él le respondió: «No, mas soy el príncipe del ejército del Señor, y ahora vengo [5].»  Y postrado Josué en tierra le adoró.

También cuando Eliodoro entró con el propósito de despojar el templo, apareció un caballo que llevaba un terrible jinete, adornado de los mejores vestidos, y que con los pies delanteros chocó con gran ímpetu contra el mismo Eliodoro. El que sobre él iba llevaba armas doradas. Aparecieron al propio tiempo dos jóvenes hermosos que azotaron a Eliodoro, dándole golpes sin intermisión.

Antes de la crudísima persecución de Israel, hecha por Antíoco, se vieron en toda la ciudad de Jerusalén, por espacio de cuarenta días, caballeros con doradas vestiduras, huestes armadas, choques de escudos, multitud de gladiadores luchando, saetas lanzadas, resplandor de armas y de lorigas de todos géneros, por lo que todos rogaban que se convirtiesen en bien aquellos prodigios.

Hallándose en una batalla Judas Macabeo, cuando se estaba en lo más recio de la pelea, aparecieron del cielo a los enemigos cinco hombres sobre caballos adornados de frenos de oro, guiando a los judíos, y dos de ellos teniendo en medio a Macabeo, cubriéndolo con sus armas, le guardaban de manera, que no recibió daño; y contra los enemigos lanzaban dardos y rayos, con lo que caían confusos, ciegos y llenos de turbación.

También, marchando Judas con los suyos a otra guerra, con ánimo denodado, apareció un caballero vestido de blanco con armas de oro, que iba delante de ellos vibrando una lanza.

En otra ocasión vio el Macabeo a Orías y Jeremías, y que éste extendió su mano derecha y le dio una espada de oro, diciéndole: «Toma esta santa espada como don de Dios, con que derribarás los enemigos de mi pueblo de Israel

De la misma manera, aterrado el criado de Eliseo al ver que los sirios rodeaban en gran multitud el monte, hecha oración por el mismo Eliseo para que los ojos del criado se abriesen, vio éste el monte lleno de caballos y carros de fuego rodeando a Eliseo, quien le dijo: «No temas, pues más están con nosotros que con ellos

Cosas semejantes leemos de los ejércitos de armados, vistos en el aire antes de la destrucción de Jerusalén, causada por Tito y Vespasiano; acerca de lo cual, dice Josefo en el libro último de la guerra judaica: «Sobre la ciudad estuvo una estrella, semejante a una espada, que se vio por espacio de un año; también se vieron en el aire cometas antes de ponerse el sol, carros de hierro por todas las regiones, ejércitos armados y muchas cosas a este tenor [6]

Asimismo, antes de ser derramada la sangre de los cristianos en Italia, en tiempo de los godos y longobardos, se vieron aquellos ejércitos, según refiere San Gregorio en la homilía sobre las palabras de San Lucas: «Habrá señales en el sol y la luna», donde dice: «Antes de que Italia fuese estragada para ser herida por la espada gentil, vimos ejércitos de fuego que resplandecían con la misma sangre humana que después se derramó [7]

 De lo expuesto, se deduce que las apariciones de ejércitos, cuando Dios las permite, anuncian o predicen futuros males de guerras, ya para dar esperanzas de victoria a aquellos que la merecieron, ya para que los malos conozcan la pena divina, ya para armar a los buenos e inocentes del escudo de la paciencia contra los acontecimientos infaustos; porque todas las cosas son dones de Dios, transmitidas a este mundo del tesoro de la Divina Providencia.

Además, en el tiempo en que al reino de Bohemia y sus partes adyacentes amenazaba gravísimo mal, por las diferentes sectas religiosas y la frecuencia de muertes violentas, reunidos en Núremberg muchos obispos de Alemania, oí a Pedro, Obispo Augustense, varón digno de fe, que cerca de los límites de dicho reino y en las horas de la noche, se oyeron en cierto valle voces y conversaciones de hombres montados en caballos, vestidos de varios colores; lo que muchos, estupefactos, interpretaban de varias maneras. Dos soldados atrevidos de un real poco distante del lugar de aquellos portentos, se dirigieron hacia el valle donde solían verse, queriendo saber lo que en ellos había de verdad. Antes de que se determinasen a acercarse, el uno de los militares amedrentado, dijo al otro: «Bástenos con lo que hemos visto: yo no me aproximaré, porque dicho tienen los antiguos, que ninguno debe chancearse con estas cosas.» El compañero, increpándole por su cobardía, espoleó el caballo y se llegó a aquellos ejércitos; de los que, saliendo un guerrero, cortó la cabeza al temerario, volviéndose a los suyos, y viéndolo el que se había mostrado tímido, huyó, anunciando el funesto suceso. Al día siguiente se hallaron el cuerpo y la cabeza separados en el valle donde se habían visto los ejércitos, sin que allí apareciese vestigio alguno de hombres ni de caballos, sino solamente algunas señales de aves.

Tuvimos trabajando en la iglesia de Colomiers a un pintor, que padecía tres enfermedades; porque en el color más bien se asemejaba a un muerto que a un vivo; estaba casi enteramente sordo, y hablaba muy balbuciente; y como yo hubiese oído que aquellas enfermedades le habían provenido con la aparición de cierto fantasma, le interrogué acerca de ello, y me refirió lo siguiente: «Siendo joven y habiéndome estado casi todo el día en la tienda con mis compañeros, en una noche oscura me ceñí la espada y emprendí el camino hacia otra ciudad (que me nombró) apresurándome a llegar a ella; mas estando en unas viñas, vi que salían al encuentro cosas terribles, no en el mismo camino por donde yo marchaba, sino cerca de él; por lo cual, apartándome de la vía, desnudé la espada, y animado de la fatuidad juvenil y el calor de vencer, tiré un golpe al acaso hacia el sitio del fantasma. Pero, sin ver a nadie, sentí en aquel instante que me traspasaba no se qué viento, con el cual entonces mismo contraje las tres enfermedades que veis en mí.»

En tiempo en que los electores del Sacro Imperio celebraban Dieta en Núremberg, en causas de fe, por los bienes del reino de Bohemia, se reunieron en cónclave cierto día sobre la misma materia muchos obispos y algunos doctores, tanto de Sagrada Teología, como de Derecho Canónico. Allí estuvo el obispo de Maguncia, el de Heriopolense y el de Augusta, y si bien recuerdo, el de Bamberg; y yo, entre éstos, el menor de todos. Separados los seglares, después de haberse dado fin al tratado de la fe, el señor de Maguncia, antes nombrado, varón de grande ingenio y digno de crédito, nos nombró a cierto militar, amigo suyo, y cuyo hijo vivía entonces, el cual, militar siempre, se había mostrado en las cosas bélicas más impertérrito que la mayor parte de los nobles de la Alemania inferior; pero por su animosidad y fortaleza, tenía que sostener con otros graves contiendas, por lo que no sólo de día, sino también de noche, le precisaba salir a caballo a varias partes. Éste, pues, en cierta noche, reunidos los criados, quiso cabalgar por la selva cerca del Rin, y caminando por ella, antes de llegar al término, después del cual seguía un vasto campo, mandó a uno de sus domésticos que, acercándose a la salida del bosque, viese si había algunas asechanzas en el campo, pues se podía examinar al resplandor de la luna y de los astros. El criado, explorando por entre las ramas de los árboles para cumplir su cometido, vio por lo largo del campo un ejército bastante admirable que se acercaba, montado en caballos, lo que puso en conocimiento del militar, el cual dijo: «Estémonos quietos, porque es de creer que detrás de esos vengan otros en su custodia; a estos saldremos, y sabremos si los anteriores son amigos o enemigos.» Poco después, dejando el militar la selva con los suyos, se fue al campo, en donde sólo halló a uno montado en un caballo, teniendo otro del diestro, y que seguía de lejos a sus compañeros. Llegándose a él le dijo: «¿Por ventura eres tú mi cocinero?» (Así se lo había parecido a alguna distancia: el cocinero del militar había muerto hacía poco). «Lo soy, señor,» contestó. «¿Que haces ahí, pregunto el militar, y quienes son los que han pasado?» A lo que el difunto dijo: «Esos son, señor, los nobles militares tales y tales (expresando muchos por sus nombres propios) a quienes conviene, y a mí con ellos, estar esta noche en Jerusalén, porque esta es nuestra pena.» Y el militar volvió a preguntarle: «¿Qué significa este caballo que conduces desmontado?» «Será para vuestro servicio, si queréis venir conmigo a Tierra Santa. Estad seguro de que, yendo y volviendo por la fe cristiana, os devolveré vivo, si obedecéis a mis advertencias.» Entonces dijo el militar: «En el discurso de mi vida, cosas admirables he acometido; añadiré a ellas ésta, que también lo es.» Y dejando su caballo, montó en el del difunto, a pesar de lo que para disuadirle le decían los criados, de cuya vista los dos desaparecieron. Al día siguiente, esperando los criados, según se había convenido, el militar y el difunto volvieron al sitio en que se habían reunido, y éste dijo a aquél: «Para que no creáis que yo he sido un fingido fantasma, conservad en memoria mía estas dos cosas raras que os doy.» Y sacando una pequeña servilleta de salamandra y un pequeño cuchillo metido en la vaina, añadió: «Cuando la servilleta este sucia, limpiadla al fuego, que no le perjudicará, y usad del cuchillo con mucho cuidado, porque el que con él fuese herido, quedará envenenado». Con esto, desapareció el difunto de la vista del militar.

De estos hechos podrá colegir el prudente lector que algunas veces se ven por los buenos y por los malos ejércitos nocturnos. El que desee saber más de estas cosas, lea la última parte del Universo del parisiense Guillermo[8], y verá que no me separo de lo que él dice.

Perezoso. —Quiero saber ahora si las almas de los difuntos salen de sus receptáculos, y en caso afirmativo, cuáles lo pueden hacer, y también si es el ángel bueno o el malo el que produce tales apariciones.

Teólogo. —El Santo Doctor te responde diciendo así: (Y pesa las palabras, porque están saturadas de sentencias.) «Según disposición de la Divina Providencia, algunas veces las almas separadas saliendo de sus receptáculos, se presentan a la vista de los hombres, como prueba San Agustín en el libro Del cuidado por los muertos, y lo ejemplifica en cuanto a los buenos, como en los santos en el cielo. Y puede creerse que esto sucede alguna vez respecto a los condenados, a quienes se permite aparecerse a los vivos para enseñanza y terror de los hombres, y también para pedir sufragios por aquéllos que están en el purgatorio, como consta en el libro cuarto de los Diálogos de San Gregorio. Porque los glorificados pueden aparecerse cuando quieren; pero otros, sólo cuando Dios lo permite, pues si las penas los oprimen, más se duelen, que se cuidan de aparecerse a los vivos. Y aunque algunas veces las almas de los santos y las de los condenados estén presencialmente donde aparecen, no se ha de creer, sin embargo, que esto sucede siempre. Algunas veces se hacen tales apariciones, ya en la vigilia, por obra de los buenos o de los malos espíritus, para instrucción o para engaño de los vivos, así como también aparecen éstos alguna vez a otros y les dicen muchas cosas en sueños, aun cuando conste que no están presentes, como prueba San Agustín con muchos ejemplos en el libro Del cuidado por los muertos.» Hasta aquí, de Santo Tomás.

M. —Y hasta aquí, digo yo a ustedes, el capítulo primero del insigne libro quinto del Hormiguero. A los casos que él refiere de los ejércitos nocturnos y de muertos aparecidos, pudiera yo añadir algunos otros que he leído en varios autores, si ustedes desean oírlos.

R. —Por mi parte no tema usted ser molesto, pues me pasaría sin sentir toda la noche escuchándole esas historias.

C. —Lo mismo digo.

G. —Continúe usted, Sr. M., y apure cuanto pueda la materia, porque es en extremo sabrosa.

M. —El obispo de Pamplona Fray Prudencio de Sandoval, en la historia del Emperador Carlos V, refiere el siguiente suceso:

«Queriendo el cielo o los demonios hacer demostración de la sangre que en vida de este príncipe se había de derramar en el mundo, en este año de 1517 por el mes de agosto, en los prados de Bérgamo, que es en Lombardía, ocho días continuos, tres y cuatro veces al día, se vieron salir fuera de cierto bosque batallas de hombres a pie con grandísima ordenanza de diez a doce a mil infantes cada batallón, y eran cinco los que parecían. Viéronse a más de esto, a la mano derecha, otros escuadrones de mil hombres de armas, y la infantería, grandísima cantidad de tiros de artillería. Al encuentro de estas gentes, salían otras tantas con el mismo orden y armas, y en la vanguardia y retaguardia otras muchas compañías de gente suelta y caballeros, como capitanes, hablando unos con otros. Después, apartados un poco de intervalo, venían tres o cuatro a caballo con gran pompa y soberbia, los cuales, según las coronas y otras insignias reales que traían, parecían reyes, y éstos acompañaban a otro que parecía el más principal, a quien se humillaban todos y hacían grandísima reverencia. Estos príncipes se juntaban con otro que les esperaba en el camino, y estaban como en consejo, el cual parecía ser rey, a quien acompañaban infinitos príncipes y caballeros, y los que estaban más cerca de su persona, más mirados y respetados de todos, parecían embajadores.

»De allí a poco, cuando parecía que se acababa el consejo, quedaba aquel gran príncipe solo con fiero y horrible semblante, colérico, impaciente y armado en blanco; y quitándose la manopla, la lanzaba al aire de rato en rato y sacudía la cabeza, y con la vista turbada volvía el rostro atrás mirando el orden con que estaba su ejército. En el mismo punto, sonaban las trompetas, tambores, clarines y otros instrumentos de guerra, con un estruendo y ruido inmenso de la artillería que disparaba, que no parecía sino el mismo infierno, que no creo menos sino que salían de allí. Veíanse infinitas banderas y estandartes con gente armada, que rompían unas contra otras con un ímpetu y ferocidad horrible, dándose golpes unos a otros tan cruelmente, que parecía se hacían pedazos.

»La visión era tan espantosa, que los que la vieron dicen que no sabían a qué compararla, sino a la misma muerte.

»Duraba la batalla media hora, y luego cesaba desapareciendo aquellas visiones.

»Atreviéronse algunos a llegar al mismo lugar donde se daban aquellas batallas. Vieron infinitos puercos que se estaban allí un rato y luego se metían en el bosque; quedaba el campo hollado de caballos y hombres, y rodadas de carros, y muchos árboles arrancados y quemados a fuego.

»Enfermaron algunos de los que se atrevieron a ver estos demonios y los campos donde hacían tales representaciones.

»Vi esta relación escrita en una carta de Roma, que hallé en el archivo de Oña. Después la hallé impresa en Sevilla, y dice que la escribieron personas muy graves y dignas de verdad, así a personas de Sevilla como de otras partes, y dio el aviso de ella en el castillo de Villaclara a 23 de diciembre de 1517. Además, dice este papel impreso, que lo mismo escribió al Papa el Obispo de Pola, su nuncio en Venecia, certificando ser esto sin duda, y que la Señoría, para averiguarlo, envió ciertos hombres que viesen y examinasen el caso, y lo vieron por sus ojos, y aun hallaron ser más espantoso de lo que aquí he dicho.»

M. —El Licenciado D. Francisco de Torreblanca y Villalpando, jurisconsulto cordobés, en cierta obra que escribió puso, con referencia a una su tía, la relación siguiente:

«Doña Ana de Villalpando, viuda de Miguel Jerónimo de Torreblanca, murió en Córdoba el día 27 de agosto de 1619 a las seis de la tarde, y fue sepultada al día siguiente en el convento de San Pablo de aquella ciudad. Después, el 3 de mayo siguiente, apareció visiblemente a Doña Antonia Villalpando, su hermana, monja bernarda en el convento de la Encarnación de Córdoba, la cual estaba orando en el coro, y la cercioró de su felicísimo estado, como manifiestamente aparece de la carta que la Doña Antonia escribió de propia mano al Licenciado D. Francisco Torreblanca y Villalpando, su sobrino, hijo de la Doña Ana, carta que ella reconoció en juicio, bajo juramento, en el cual decía:

»Para mayor honra de Dios, le contaré a vuesa merced lo que me pasó este domingo, día de la Cruz de Mayo por la madrugada, un poquito antes del alba. Estando de rodillas sola en el coro, vide venir a mi hermana, tan linda, que no me dio ningún temor, toda resplandeciente, que no pude entender de qué podía ser, con un rostro que parecía una imagen, y me hizo una grande humillación, y no le pude hablar palabra, y ella me dijo que me quedara en hora buena, que en aquel punto se iba a gozar de la bienaventuranza , que ella no había tenido otra pena más de haber estado en un campo sola; y diciéndome esto, desapareció. Yo quedé muy consolada, y penada por no haberle hablado: y era tan grande la luz que alumbraba la iglesia, que era para ver: y esto no lo he dicho a nadie sino a vuesa merced, para que dé gracias a Dios que le dio tal madre, el cual le guarde. —En Córdoba, de la Encarnación, seis de mayo de mil y seiscientos y veinte años. Doña Antonia Villalpando.»

Se abrió información sobre la verdad de esta carta y he aquí cuál fue el resultado:

«El Licenciado D. Juan Ramírez Contreras, del Orden de Santiago, Provisor y Vicario general de esta ciudad de Córdoba y de todo su obispado por el Ilustrísimo Fray D. Diego de Mardones, por la gracia de Dios y de la Sede Apostólica, obispo de Córdoba, confesor de S. M. y de su Consejo, etc.: Vista la consulta del doctor Pedro Gómez de Contreras, canónigo Magistral de esta Santa Iglesia Catedral, y de Pedro Avilés, de la Compañía de Jesús, Catedrático de Prima de sagrada teología, y de los hermanos Antonio Merino, del Orden de Predicadores, Maestro de sagrada teología, y Benito Serrano, del Orden de Predicadores, lector jubilado de sagrada teología, calificadores de la Santa Inquisición, a cuyo juicio hemos sometido que viesen y examinasen la revelación de Doña Antonia de Villalpando, monja benedictina del convento de la Encarnación de Santa María de Córdoba, respecto a su hermana Doña Ana de Villalpando, difunta, de quien afirma que se le ha aparecido visiblemente, cerciorándola de su feliz estado, preceptuamos y mandamos que debe recibirse y venerarse como una revelación divina, conforme al decreto del Concilio Lateranense. —Dado en Córdoba el día catorce de enero del año del Señor, mil seiscientos veintiuno. —Licenciado, Juan Ramírez de Contreras. —Por mandado de mi Provisor y Vicario general, Felipe de Salazar, Notario.»

Por último, San Agustín en el lugar citado por Fray Juan Nyder dice:

«Mas de tal manera se conduce la humana debilidad que, cuando uno ha visto en sueños a un muerto, juzga haber visto su alma; pero cuando soñando ha visto a un vivo, no duda de que no se le apareció su alma ni su cuerpo, sino su semejanza, como si también de la misma manera, sin saberlo ellos, no pudieran aparecer, no las almas de los hombres muertos, sino su semejanza.

»Es lo cierto, que hallándonos en Milán, oímos que habiéndose pedido a uno cierta deuda contraída por su difunto padre, cuyo recibo se presentaba, pero que ya por el mismo padre se había pagado sin saberlo el hijo, empezó éste a entristecerse, admirándose de que nada le hubiese dicho, ni mencionase aquella deuda en su testamento. Hallándose, pues, muy angustiado, se le apareció en sueños su mismo padre, quien le indicó el sitio donde estaba el documento justificativo del pago, el cual, hallado y presentado por el joven, no sólo rechazó la calumnia del falso crédito, sino que recogió el recibo que su padre no había recogido al satisfacer su deuda.

»Se cree ver en esto que el alma del padre se cuidó del hijo, y fue a él en sueños para librarle de una gran molestia, enseñándole lo que ignoraba. Pero casi en el mismo tiempo que esto oímos, hallándonos también en Milán, Eulogio, profesor de retórica en Cartago, el cual fue mi discípulo en la misma arte, según él me refirió cuando volví a África, como enseñase a sus discípulos los libros de retórica de Cicerón, revisando la lección que había de explicar al día siguiente, tropezó con un lugar oscuro, y pesaroso de no entenderlo, apenas pudo dormir en toda la noche; pero hallándose soñando, yo le expuse lo que no entendía, esto es, no yo, sino la imagen mía, sin yo saberlo, estando al otro lado del mar, haciendo o soñando cualquiera otra cosa, sin cuidarme absolutamente de él.

»Cómo se hagan estas cosas, no lo sé; pero de cualquiera manera que se hagan, ¿por qué no hemos de creer que del mismo modo se hacen cuando alguno ve en sueños a un muerto, que cuando ve a un vivo, esto es, ignorándolo ambos en uno y otro caso, y sin cuidarse de quién, dónde, y cuándo sueña sus imágenes?

»Semejantes a los sueños, son algunas visiones de los que, estando despiertos, tienen turbados los sentidos, como los frenéticos o locos de cualquier especie. También éstos hablan consigo mismos, como si hablasen a los que verdaderamente estuviesen presentes, y tanto con los presentes como con los ausentes, vivos o muertos, cuyas imágenes creen ver; pero así como los que viven ignoran que son vistos por ellos y que hablan con los mismos, pues que en realidad no están presentes ni les hablan, sino que los hombres padecen tales visiones imaginarias en sus perturbados sentidos, de la misma manera los que emigraron de esta vida, se ven como presentes por los que así se hallan afectados, estando ausentes, e ignorando de todo punto si alguno los ve imaginariamente.»

Intenta demostrar con esto San Agustín, o persuadir al menos, de que las que se dicen apariciones de los difuntos, no prueban que éstos se cuiden de los que aún no han salido de este mundo.

«La visión que tuvo el discípulo de San Agustín, Eulogio, dice cierto escritor, no le parecía bastante seria y motivada a Du Pin. ¿Qué, diría, para acertar con un texto de Cicerón, se había de aparecer en sueños un obispo tan grave como San Agustín? Esta es cosa muy disonante y extraordinaria; pero sea lo que fuese al juicio de los críticos, lo cierto es que San Agustín lo cuenta por cierto, y que este Doctor estaba bien abastecido de principios filosóficos y teológicos. En verdad, que si porque las cosas no consuenan con las ideas que cada crítico tiene en su cabeza; si porque la utilidad que resulta no es, a su juicio, bastante grande y proporcionada al prodigio, se ha de desechar; si los críticos modernos tienen vinculado en sus Academias el nivel para regular estas cosas, y no le tienen los Santos Padres, Maestros y Doctores de la Iglesia, quedarán pocas cosas ciertas en el campo de la Religión: porque el sentido humano, por sí solo, la prudencia del siglo y la filosofía, si no se auxilian con las luces de la Religión, no tienen nivel seguro para arreglar y apreciar esta especie de prodigios. Es cierto, que a primera vista, el acertar con la inteligencia de un texto de Cicerón, no parece objeto importante para presentarse en visión San Agustín a Eulogio; pero el hecho fue cierto, y debemos discurrir que traería su utilidad. Desde luego, el aparecerse en sueños el espíritu de San Agustín, conducía para desprender del apego a las cosas materiales el sentido de Eulogio y el servicio que le hizo esta visión tiene también su importancia: el enseñar una verdad grande, que es la comunicación que tienen en espíritu unos cristianos con otros, haciendo una sociedad y un cuerpo; desde luego da una abertura grande para entender la inmortalidad del alma y la vida futura y, finalmente, la Religión gana terreno siempre que en algún particular se aclara una u otra verdad. De la ilustración y persuasión que logra una persona determinada, se va propagando la luz de unos en otros. Este orden y conexión no se entiende bien, no meditando en él con seriedad y con piedad cristiana. Esto lo saben hacer los Padres, los Doctores y los Maestros que hay de espíritu en la Iglesia Católica; por tanto, aunque la revelación o visión parezca a los prudentes del siglo poco importante, si está bien atestiguado y documentado, se debe admitir con aprecio, reservando a los Maestros la explicación de ella y la significación de su utilidad. Poco a poco, y por el orden y sucesión que tiene por conveniente la Providencia, se van esparciendo las luces por la Iglesia acerca de varias verdades que, o estaban oscuras, o no estaban bien entendidas por el común de las gentes.» [9]

R. —Continuaría oyendo a usted toda la noche con muchísimo gusto, pero se hace tarde, y bien será que demos tregua hasta mañana.

M. —Quédese, pues, aquí, y en la próxima tertulia seguiremos los pasos del singularísimo Padre Nyder.

Los cuatro amigos se despidieron, y cuando a la noche siguiente de nuevo se juntaron, (dio principio desde luego M., sin más preámbulos, a la lectura del capítulo II del libro V del Hormiguero.



[1] Hay quien dice que Nyder no fue inquisidor: yo no me he propuesto averiguarlo. (N. del T.)
[2] «La estrella blanca que en el escudo del Carmen se ve en medio del manto, representa al gran Patriarca y Profeta San Elías. Se le representa por una estrella, porque Elías brilló en el Carmelo, por sus muchas virtudes, como estrella en el firmamento, y además, es aquélla blanca, no solo porque dicho Profeta y sus sucesores vistieron de blanco, sino para indicar también con este color, como dice el abad Tritemio, la interior limpieza y pureza de aquellos primitivos anacoretas.»  (Revista Carmelitana de Barcelona. — M. A. S., presbítero. — Vich 5 de diciembre de 1879.)
«Concedemos a los caballeros en el invierno o estío vestimenta blanca (si puede ser); pues ya que llevan vida negra y tenebrosa, se reconcilien a su Creador por la blanca. ¿Qué es la blancura sino una entera castidad? La castidad es seguridad del pensamiento y sanidad del cuerpo; y si un soldado no perseverase casto, no puede ver a Dios ni gozar de su descanso.» (Regla de la Orden de Caballería de los Templarios.)
[3] Por eso dice San Juan, en el capítulo VI del Apocalipsis, que vio entre los colores de cuatro caballos, uno negro, siendo los otros tres, uno blanco, otro rojo y otro amarillo; sobre lo cual dice la glosa que por el blanco debe entenderse la carne purísima de Cristo; por el rojo, los que bajo las apariencias de religión y de virtud, engañan a los hombres; por el negro, a los que tienen vicios manifiestos; y por el amarillo, semejante al que tiene un muerto, a los que persiguen a los hombres.
[4] Se designan por los conductores de los tres últimos caballos, otras tantas especies de demonios que rigen a los hombres malos, porque éstos todos son informados y conducidos por ciertos demonios.
[5] En los pasajes de la Sagrada Escritura que se citan por el autor del Libro insigne, nada he puesto de mi cosecha, porque me pareció prudente poner las traducciones del Padre Scio o del Sr. Torres Amat. – (N. del T.)
[6] Por lo verdaderamente admirables, no he podido resistir a la tentación de consignar aquí algunas. Dice el célebre historiador citado, que reunido el pueblo para la tiesta do los Ázimos, que era el día 8 del mes de abril, a la hora nona de la noche, se difundió alrededor del Ara y del Templo una luz tan grande, que parecía un día clarísimo; lo cual duró por espacio de media hora. En la misma fiesta, siendo una vaca conducida al sacrificio (otros traducen: un buey, el original dice bos), parió un cordero en medio del templo. La puerta oriental del templo interior, siendo de bronce y tan pesada, que después de medio día se cerraba con mucho trabajo por veinte hombres y se afianzaba con fuertes llaves y barras de hierro, se abrió por sí sola a la hora de sexta de la noche; lo cual, sabido por el Magistrado del Templo, ordenó que se cerrase, como se hizo, no sin gran dificultad. Pocos días después de los festivos, el 25 de mayo, se dejó ver un enorme fantasma. En el día de la fiesta que llaman Pentecostés, como los sacerdotes hubiesen ido al interior del templo, según costumbre, para celebrar las cosas divinas, sintieron primero un movimiento y como cierto estrépito, y después oyeron súbitamente una voz que clamaba: Salgamos de aquí (Migremus hinc). Cornelio Tácito, que sin duda tomó esta relación de Josefo, refiere el hecho, y en vez de las palabras migremus hinc, pone: Excedere Deos; según el uso de la superstición romana, dice cierto autor. Josefo, antes de referir aquellos prodigios, hace la advertencia de que las cosas monstruosas de que se va a ocupar, parecían una fábula, si no estuviesen contadas por los mismos que las presenciaron, ni hubiesen sido confirmadas por las desgracias que pronosticaban. (N. del T.)
[7] Los antiguos, dice un autor, que nos dejaron la descripción de las auroras cósmicas, al parecer escribieron bajo la impresión del terror que les inspiraba, este fenómeno luminoso. Lycostheno veía en él sangrientos combates entre animales feroces, ejércitos que se destruían entre sí, brillantes espadas, cabezas disformes, una fantasmagoría diabólica, en una palabra, mil ilusiones capaces de espantar la imaginación. ¿Serían los fenómenos de que nos habla Nyder, efectos de auroras boreales? Puede ser; aunque esto no impide el creer que Dios permite tales apariencias para los fines que el mismo Nyder señala. Dice el Padre Feijoo que las más de las batallas aéreas no fueron más que auroras boreales. Es de sentir que no haya dicho cuáles no fueron auroras, sino verdaderas batallas. (N, del T.)
[8] No lo he hallado en las bibliotecas públicas de Sevilla. -N. del T.
[9] Fernández Valcarce, Desengaños filosóficos.