sábado, 28 de enero de 2017

Johannes Nider y Mosén Oja Timorato: De los maleficios y los demonios


Presentación

Mosén Oja Timorato, seudónimo de José María Montoto y López Vigil (1818-1886), asturiano de origen y, definitivamente, sevillano de adopción, jurista, historiador y periodista, escribió una Historia de don Pedro I de Castilla, muy apreciada en su tiempo.

También nos ha dejado este tan curioso como interesante libro. Esta obra fue publicada por primera y única vez en la célebre Biblioteca de las tradiciones populares españolas dirigida por el antropólogo y folclorista Antonio Machado y Álvarez, el padre de Antonio y Manuel Machado.

Carlista, católico ultramontano, o integral (como se proclamaría Léon Bloy unas décadas más tarde, quien hubiera visto un hermano espiritual en nuestro autor), furiosamente antimoderno, Mosén Oja Timorato se vuelve en este libro hacia el fin de su admirada Edad Media, para mejor denostar la época en que le tocó vivir, época impregnada de positivismo y materialismo.

La originalidad del libro reside en la particular manera en que se nos presenta el arte de la traducción en su desarrollo mismo, ligado al arte más general de la conversación. El autor traduce y comenta para su círculo íntimo, a lo largo de trece veladas, en las dilatadas noches del invierno hispalense, el capítulo V del Hormiguero de Fray Johannes Nider, célebre inquisidor del siglo XV.

Repletas de comentarios eruditos y de anécdotas a menudo literariamente deliciosas, estas páginas, que hubieran encantado a un Baudelaire o a un Huysmans, se nos presentan como una traducción in progress, a la que puso fin la muerte de su autor y a la que salvó del olvido la amistad sin fallas, a pesar de todas las diferencias políticas y filosóficas, del padre de los  Machado.


DOS PALABRAS AL LECTOR DISCRETO

El interesantísimo libro que a continuación publicamos es el quinto del Formicarium (Hormiguero) de Juan Nyder, escrito en idioma latino en la primera mitad del siglo XV. La muerte frustró el generoso designio del Sr. Montoto, de verter al idioma castellano toda esta obra, de la cual afirma con gran donaire, que ha sido hecha «para risa de los del número infinito y profunda reflexión de los pocos que piensan». De ideas enteramente opuestas a las nuestras, creemos de nuestro deber tributar aquí un recuerdo de respeto y consideración afectuosos a quien fue en su vida privada modelo de caballerosidad y pundonor y llevó como literato su modestia hasta el extremo de no firmar siquiera su Historia de D. Pedro I de Castilla, considerada por los historiadores más eminentes de Europa como una verdadera honra, no sólo para su autor, sino para el país en que trabajos tan concienzudos y serios se daban a luz.

Los que, consecuentes con la cultura dominante en la época en que hicieron sus primeros estudios, aprendieron a conciencia el griego y el latín, debieran con traducciones, análogas a las en que nos ocupamos, facilitar a las nuevas generaciones una serie de datos indispensables para enlazar la cultura de los tiempos pasados con la de los presentes.

Al avalorar el Sr. Montoto con observaciones propias y notas y comentarios muy eruditos la obra que traducía, respondió a una exigencia artística que no deben desatender, al menos en nuestro tiempo todavía, los que deseen aclimatar en nuestro suelo el estudio de la ciencia niña conocida en Europa con el nombre de Folklore. El utile dulci, de Horacio, es una máxima para nosotros respetable, por encerrar un precepto de verdadero sentido común; quien no necesitando, sin embargo, del goloso aliciente, busque sólo en este libro los materiales indispensables para su estudio, salte los comentarios y notas, en la seguridad de que éstos en nada perjudican a la pureza, de los datos recogidos y a la fidelidad de la traducción. ¡Ojalá que el desinteresado y valioso ejemplo del castizo escritor Sr. Montoto encuentre imitadores, y que resuciten de entre el polvo de nuestros archivos multitud de obras estimables, muertas de risa de ver que a nosotros nos falta el tiempo para estudiar a fondo el idioma en que fueron escritas, y a los que lo aprendieron la generosidad bastante para auxiliarnos, prestándonos servicios, a trueque de los innegables que les prestamos, dedicándonos al estudio de las lenguas vivas!
(Biblioteca de las tradiciones populares españolas. Tomo II. Sevilla, 1884.)


DE LOS MALEFICIOS Y LOS DEMONIOS
LIBRO QUINTO DEL HORMIGUERO

Escrito por el Prior Fray Juan Nyder, del Orden de Predicadores, y trasladado del idioma latino al castellano con interesantes adiciones por

DON JOSE MARÍA M0NT0T0 Y LÓPEZ VIGIL
(MOSÉN OJA TIMORATO)


VELADA PRIMERA


En una de las trece o catorce mil casas que forman la siempre famosa ciudad de Sevilla, reuníanse a pasar parte de las dilatadas noches del invierno cuatro buenos amigos, que entretenían el tiempo en todo lo que no tuviese el menor contacto con la política nacional. Solían hacer algunas excursiones por el extranjero, divirtiéndose con las metamorfosis de Gambetta y con las vueltas y revueltas que por Europa y por Asia están dando hace tiempo los rusos y los ingleses buscando el sitio más conveniente para encontrarse, como al fin se encontrarán, no sé si para darse las manos o para saludarse a cañonazos.

De vuelta de estos viajes, que aun cuando solían llegar hasta el Afganistán no por eso duraban mucho, sentábanse alrededor de una mesa y la emprendían con el tresillo, que jugaban a céntimo de real el tanto, disolviéndose después la reunión apenas sonaba la hora de las diez en el reloj de la celebérrima Giralda.

Pues en la noche de un jueves del año próximo pasado de 1879, juntos ya los cuatro amigos en casa de R., que era donde tenían sus tertulias, antes de que otra conversación se promoviese, dijo M.:

—Han de saber ustedes que pasando hoy por la calle de la Feria, paréme delante de un tenducho de viejos cachivaches, entre los cuales descubrí un libro de grueso volumen, forrado en pergamino, tan vetusto como la mayor parte de los trebejos que le acompañaban, y en cuyo lomo aparecía un letrero en dirección horizontal, escrito en caracteres góticos, tan borrosos que no consentían su lectura. Movido de la curiosidad, acerquéme a aquellas baratijas, tome el libro, abríle incontinenti, y leí su portada, escrita en latín, que decía: «Algunos tratados, tanto de los antiguos como de los modernos autores, acerca de las brujas y otros magos y demoníacos, y de su arte, potestad y pena, distribuidos en dos tomos, de los que el primero contiene el Martillo de maléficas, de los inquisidores Santiago Sprenger y Enrique Institor, y el Hormiguero de maléficas y de sus prestigios y decepciones del teólogo Juan Nyder. Impreso en Francfort, año de 1600.»

Pasé rápidamente la vista por algunas páginas, todas en letra bastardilla, diminuta y confusa, pareciendo además el latín hecho de encargo para desesperar al lector, y aunque el enterarse de cuanto allí se decía no podía reputarse empresa fácil, sin embargo, por lo mismo que se presentaba ancho campo en que descifrar jeroglíficos, tarea inútil a que por mal de mis pecados siempre me llevó la afición, formé el propósito de adquirir la obra, y entré en ajuste con el dueño, quien, sin mucho regatear, me la cedió por cincuenta céntimos de peseta, creyendo él, como así era en realidad, que había hecho un buen negocio.

R. —¿Cómo buen negocio, habiendo vendido el libro en precio tan ínfimo?

M. —Sí, porque si yo no se lo hubiera comprado, probablemente se hubiera quedado sin vender, supuesto que para los que ignoran el idioma latino era inútil, y para los que lo entienden, despreciable; pues tratando de brujas, duendes, aparecidos, endemoniados y de otras materias a estas análogas, era tanto como si tratara de las mayores necedades del mundo, indignas de la ocupación de todo hombre serio e ilustrado , el cual ya sabe que cuanto sobre tales cosas se diga que no sea presentarlas como invenciones supersticiosas ajenas de toda verdad, es proferir absurdos y engañar a los ignorantes. Tuvo, pues, fortuna el tendero de la Feria en que yo, que no soy serio aun cuando lo parezca, ni tampoco ilustrado, por más que en leer y estudiar he pasado casi toda mi vida, fuese tentado a enamorarme del mamotreto.

G. —Y ¿que habría tenido de particular el que cargase con las lucubraciones de los dos inquisidores y del teólogo otro de la seriedad e ilustración que usted dice le faltan? Por ventura, ¿no hay hombres muy serios y muy ilustrados, los cuales no hacen otra cosa que escribir y publicar obras, en las que con toda la formalidad y toda la ciencia de que son capaces discuten y cuestionan sobre lo que ni es ni puede ser?

M. —Lo que habría tenido de particular es que quisiese alguno perder el tiempo con lo que ya está definitivamente juzgado, y sobre lo cual cada uno sabe a qué atenerse. Si hoy se escribe y se lee mucho sobre grandísimas inepcias, afirmándolas uno, impugnándolas otro, y teniendo todos la atención fija en ellas, consiste en que todavía no está dicho acerca de las mismas la última palabra, o porque aun cuando en realidad sean verdaderos despropósitos, como quiera que se presentan mezcladas a veces con algunas verdades, fascinan a no pocos y se llevan de calle a los incapaces de discurrir.

C. —¿Con que ya es una verdad incuestionable que todo lo que se dice de brujas, duendes, aparecidos y demás de este género es pura mentira?

M. —Tanto como una verdad incuestionable no diré que lo sea, al menos por definición y sentencia de juez competente; pero sí que lo es hoy por la opinión pública, lo cual no deja de ser muy respetable.

R. —Para mí no, porque o todas esas cosas son verdaderas o no lo son; si lo primero, la opinión pública se equivoca hoy; y si lo segundo, la opinión pública se equivocó en aquellos tiempos en que eran generalmente creídas. Por manera que si no hay otro tribunal que haya dictado el fallo, bien se podía apelar de uno que es tan falible, sin considerar ya el asunto como pasado en autoridad de cosa juzgada.

M. —Fuerza, y no poca, tendría lo que usted dice, si la opinión pública de los pasados siglos, en los que una crasísima ignorancia alimentaba las supersticiones en todas las clases de la sociedad, fuese tan atendible y digna de respeto como la opinión pública de nuestros días, cuando las luces de la ilustración han iluminado todas las inteligencias.

E. —Tampoco estoy conforme con eso, porque si bien no pondré en duda que en lo que comúnmente se dice público, en cuya palabra entiendo comprendidos todos los órdenes sociales, existe en el día más ilustración que la que había en los siglos que nos han precedido; el más consiste en que se extiende a mayor número de individuos, no en que las ciencias puramente especulativas, en las que todo ha de venir del entendimiento, se hallen hoy a mayor altura que la que alcanzaron en aquellos tiempos en que la general opinión de hombres que fueron, son y serán tenidos por eminentísimos sabios, admitía como cierta la existencia de la magia, que se ejerce por obra o con el auxilio del demonio.

C. —Todavía concedo yo menos, porque no veo que sea hoy mayor el número de personas ilustradas que el que había en tiempo de nuestros abuelos; lo que únicamente veo es que son más los que saben leer y escribir, y precisamente en eso creo que está la causa de que, dadas las actuales circunstancias de la sociedad, se halle la ilustración de nuestros días en un estado incomparablemente más deplorable que cuando eran pocos los que entendían un libro y manejaban una pluma, que a veces lo bueno se convierte en malo, aun cuando intrínsecamente nunca deje de ser bueno. Pues aparte de que la verdadera ilustración no pienso que tanto signifique como saber mucho, sino saber bien lo que conviene y se debe saber, los que no están en condiciones de cultivar las letras y las ciencias tampoco lo están en juzgar sobre la verdad o impostura de lo que leen; por lo cual se dejan llevar generalmente de lo que otros escribieron. Y como que entre lo que la prensa da a luz es muchísimo más lo malo que lo bueno, y como el humano linaje, por la reliquia que en él ha dejado el pecado del primer hombre, infinitamente más que a lo bueno es inclinado a lo malo, por precisión habremos de convenir en que cuanto más se generalice el saber leer y escribir, tanto mayor será la difusión de los errores y tanto más se irán corrompiendo las costumbres. Acabo de leer un periódico de Madrid en el cual, refiriéndose a una estadística penal contenida en la Gaceta, dice: «Por los cuales datos se ve que entre los que saben leer y escribir y tienen una educación media, con ser muchísimos menos en número que los que carecen de aquellos conocimientos y de toda especie de educación social y literaria, los criminales abundan de una manera extraordinaria.» ¿Puede, amigos míos, ser ilustrado, ni se concibe que lo sea, un pueblo corrompido?

Bien se me alcanza el medio de conciliarlo todo de manera que no creciese la inmoralidad a proporción que se aumentasen las escuelas, pues el remedio se reduce a prevenir que la prensa nada pueda estampar sin la anuencia y aprobación de personas competentes; pero desgraciadamente ni en lontananza diviso un ánimo valiente que acometa la curación de tal dolencia.

M. —¿Es decir, que cree usted de absoluta necesidad la previa censura?

C. —Exactamente. La había antes, aun cuando no con la generalidad y el rigor que convenía; y es lo cierto que desde que, rindiendo culto a sofísticos principios, se la ha hecho desaparecer, estamos viendo las gigantescas formas que de día en día van tomando los vicios, al mismo tiempo que la confusión de ideas y la perversión del sentido moral llegan a tal extremo, que hasta la verdadera noción de lo justo y de lo injusto parece que se ha perdido.

R. —Está bien lo que usted dice, y mucho pudiera discutirse sobre la materia; mas siguiendo por ese camino temo que hemos de llegar a perder el que emprendimos.

G. —Así también me lo parece, y será bien volvamos atrás los pasos y que acaben ustedes de decirme, a fin de que me sirva de gobierno, si he de tener por falso y supersticioso cuanto de las brujas, duendes, endemoniados, aparecidos, etc., etc., se cuenta en los libros y fuera de ellos. Ante todo, quisiera saber que es lo que sobre el particular ha dicho Nuestra Santa Madre la Iglesia.

M. —Creo que hasta ahora, si bien en sus códigos ha condenado, como también condenan todas las legislaciones civiles, el ejercicio de las artes mágicas, no se ha ocupado en definir lo que en cada una de ellas haya de verdad; pues aunque se hace mérito del Concilio Ancirano y se alega un canon del mismo de dudosa legitimidad, es común opinión que el tal canon sólo se refiere a cierta y determinada secta y no a todas las especies de magia.

E. —Pues entonces, adonde el asunto debe llevarse es al tribunal de la razón.

M. —Ya se ha llevado.

E. —¿Y que se ha decidido?

M. —Que es de fe cuanto de los endemoniados nos dicen las Sagradas Escrituras, y que es posible todo cuanto se conoce con el nombre de maleficio.

G. —Bien; pero la posibilidad no supone la realidad, que es de lo que yo quisiera cerciorarme.
M. —Respecto a la realidad, voy a referir a ustedes lo que he leído en varios autores que de esta materia se han ocupado detenidamente, y después ustedes juzgarán.

El poder de hacer cosas extraordinarias, que están fuera del alcance de las facultades humanas, según la idea que de éstos tenemos, y que, por lo tanto, no se concibe como se han hecho, es lo que se llama magia, de la cual hay dos especies, una que se dice natural, y otra que es verdaderamente diabólica.

Posee la primera el que sabe las virtudes naturales de las cosas, con cuya ciencia asombra al que ignora esas admirables virtudes. Se dice con razón, que si vulgarmente se ignorase la virtud de la piedra imán, y alguno la ostentara, sería tenido por mago, y lo mismo podría decirse de la electricidad, el vapor, etc. Esta clase de magia, se considera como cierta parte de la filosofía más secreta, la cual, cuando llega a ser comúnmente conocida, ya deja de llamarse magia, y se enumera entre las demás artes.

El Padre Victoria escribe que, en muchas cosas naturales, se hallan efectos extraordinariamente sorprendentes y del todo semejantes a las obras mágicas; como el de una piedra que se encuentra en el Tigris, que libra de las fieras al que consigo la lleva; el de la yerba carisia, la cual hacía que todos los hombres amasen a la mujer que la poseía; yerba que tengo para mí que se ha perdido, de cuya desgracia jamás se podrá lamentar bastante el bello sexo.

De otra yerba, llamada dictoneo, dicen autores muy veraces, que cuando las cabras la comían, expelían las saetas que tuviesen clavadas.

Por San Agustín sabemos que había en Epiro una fuente, cuyas aguas quitaban la sed al que con ella las bebía; pero se la daban ardientísima al que sin ella las tomaba. El mismo Santo habla de otra fuente, símbolo del inconstante, la cual manaba en Idumea, y solía mudar cada año cuatro colores, durando cada uno tres meses, siendo al principio rubio, luego sangrienta, después verde, y finalmente, clara y pura.

La piedra asbesto, según el mismo San Agustín, tenía la virtud de que, una vez encendida, nunca se apagaba.

Esto me recuerda lo siguiente, que leí en un libro, impreso en Trigueros el año de 1649; y cuyo autor no quiero nombrar, temiendo sean ustedes tentados de buscarlo, leerlo y perder el tiempo, como yo lo he perdido: «San Isidoro, no sólo fue ilustre mago natural especulativo, sino también práctico, y entre las obras mágicas que hizo, fue una la que cuenta D. Lucas, Obispo de Tuy, y fue en tiempo de don Alonso el VI, y lo refiere D. Pablo de Espinosa: hizo una candela que, una vez encendida, no se podía apagar, y la hubo de poner el Santo cuando murió, y donde la hallaron mucho tiempo después los cristianos, que se la hurtaron con la ocasión que diré».

Mas no creo que deba pasar adelante sin advertir, que San Agustín, después de referir muchas propiedades naturales, que ciertamente causan admiración, y de las cuales no puede darse cuenta la inteligencia humana, añade: «Tampoco yo quiero que temerariamente se crean todas las maravillas que relacioné, mediante a que yo no les doy tal asenso, como si no me quedase duda alguna de ellas, a excepción de las que yo mismo he visto por experiencia, y cualquiera fácilmente puede experimentar: como el fenómeno de la cal, que hierve en el agua, y en el aceite esta fría; el de la piedra imán, que no sé cómo con un sorbo insensible no mueve una pajilla, y arrebata el hierro; el de la carne del pavón que no admite putrefacción; el de la paja, que esta tan fría, que no deja derretirse la nieve, y tan caliente, que hace madurar la fruta; el del fuego, que siendo blanco y resplandeciente, cociendo las piedras, las convierte en blancas, y contra esta blancura y brillantez, quemando varias cosas, las oscurece y vuelve negras. Semejante a éste es aquel prodigio de que con el aceite claro se hagan manchas negras, como se hacen también líneas negras con la plata blanca; y también el de los carbones , que con el fuego se convierten en otra esencia tan opuesta, que de hermosísima madera, se vuelva tan desfigurada, de dura, tan frágil, y de corruptible, en incorruptible. De estas maravillas, algunas las sé yo, como las saben otros muchos, y otras infinitas, que sería alargarme demasiado referirlas todas en este libro. Pero de las que he escrito en él, y no las he visto por experiencia, sino que las leí (a excepción de la fuente donde se apagan las hachas, que están encendidas, y se encienden las apagadas, y el de la fruta de la tierra de los Sodomitas, que en lo exterior está como madura y en lo interior como humosa), nunca pude hallar testigos que fuesen idóneos para que me informasen si era verdad. Y aunque no encontré quien me dijese que había visto aquella fuente de Epiro, sin embargo, hallé quien conocía otra semejante en Francia, no lejos de la ciudad de Grenoble. Y el de la fruta de los árboles del país de Sodoma, no sólo nos lo enseñan las historias fidedignas, sino que asimismo son tantos los que aseguran haberlo visto, que no puedo dudar de su identidad. Pero todo lo demás lo conceptúo de tal calidad, que ni me determino a afirmarlo, ni a negarlo; sin embargo , lo inserté, porque lo leí en los historiados de éstos, contra quienes disputamos, para manifestar la diversidad de cosas que muchos de ellos creen, hallándolas escritas en los libros de sus literatos, sin que les den razón alguna de ellas los que no se dignan darnos crédito, ni aun dándoles la razón, cuando lo que supera la capacidad y experiencia de su inteligencia, le decimos que lo ha de hacer Dios Todopoderoso».

En el susodicho libro impreso en Trigueros, se lee: «En la naturaleza se conocen por experiencia algunos efectos maravillosos, sin haberse podido hallar su verdadera causa; como lo que se lee en Solino, que Demariño en algunas ocasiones que tuvo de quererle sus enemigos ofender con armas, usaba de una piedra llamada camelthites, que se halla en la sola Isla de Córcega, la cual detiene, para que no lleguen a la persona que se halla con ella, las manos del que quiere ofenderle. Sabida es aquella virtud del anillo de Giges, pastor de la Libia, el cual, estando repastando el ganado, descubrió una maravillosa cueva, y deseoso de saber lo que estaba dentro de ella, entró y halló un gran caballo de bronce en forma de sepulcro, y encerrado en su vientre un gran gigante, y mirándole con atención, vio que en un dedo de la mano estaba un riquísimo anillo con una vistosa piedra, y quedóse con ella; y andando después en su poder, experimentó que, moviéndola hacia la palma de la mano, los demás pastores no le veían; y satisfecho de esa virtud con largas experiencias que hizo, deseoso de valerse de ella para cosas de importancia, se fue a la corte del rey de Libia, tuvo traza de verse con la reina, con quien se casó, y vino a ser señor de toda la Libia».

M. —También se lee en el citado libro lo siguiente:

«¿Y quién podrá saber la causa natural de lo que refiere Mayolo, aunque no lo hallo, que, muerto el padre o madre de familias, se mueren todas las abejas que se crían en la colmena, si no hay cuidado de pasarlas a lugar distante? ¿Quién podrá descubrir la causa de que la piedra imán por un lado atraiga y por otro eche de sí al hierro, y por qué pierde sus fuerzas si le toca el zumo del ajo, o le cubre el estiércol del animal, y que se libre de esa suspensión de ejercicio de su virtud luego que la bañan con vino? ¿Quién sabe con ciencia cierta la causa verdadera de las crecientes y menguantes del mar, y para qué faltan en uno de los Mediterráneos y no en ambos? ¿Quién el número cierto de los cielos y la causa inmediata de su regular gobierno? ¿Quién ha hallado la causa verdadera de refrescarse la sangre del cuerpo violentamente muerto, o del miembro cortado, aunque sea mucho después del suceso, estando presente el matador? ¿Quién sabrá por qué preceden al suceso de algunas desgracias extraordinarias en cualquier persona o de algunas ilustres familias, señales que den noticia de ellas, aunque las personas estén muy distantes? En el estado de Ferrara, todas las veces que sucede alguna grave enfermedad a los de la familia, marqueses o príncipes, se oye en la capilla donde está enterrada Beatriz Atestina, que era de ese linaje, un gran ruido, y el cuerpo de la difunta se halla trastornado a otro lado del que antes tenía; murió el año de 1226. Y Mayolo refiere de los huesos de San Silvestre, Papa, que siempre que ha de haber muerte de Pontífice, se despide milagroso sudor, y luchan unos con otros; y refiere de otra familia noble, que con la muerte de alguno de ella, el agua pura de cierta fuente la turba un gusano desconocido; y de otra de Bohemia, que en la muerte de alguno de ella aparece un personaje vestido de luto, con rostro triste, y caído y afligido en el semblante. Y de algunos Monasterios dice, que el lugar donde suelen enterrarse algunos de los religiosos, aparece la figura de alguno sin cabeza, en señal de su acelerada muerte. Y en España, es cierto lo de alguno de la familia y linaje de los Castillas, aunque esté en las Indias, cuando se sienten golpes en la tumba del sepulcro de uno que está en Valladolid».

M. —Me parece que no hay para qué yo, a ejemplo de San Agustín, tema los juicios temerarios sobre lo que creo o dejo de creer de todos los portentos que ustedes acaban de oír; basta con que advierta que los he escogido entre mil semejantes que pudiera haber aducido, para que teniendo ustedes ejemplos de las materias que constituían el estudio de la ciencia mágica natural, queden convencidos de que los antiguos que tal ciencia profesaban, si hoy viviesen, no serían llamados magos, sino doctores o licenciados en ciencias naturales.

A esta clase de magos pertenecían los tres reyes, que de distintas regiones, fueron a Belén a adorar a Nuestro Divino Redentor; y no sería poca gloria para nuestra España, si, como algunos dicen, uno de esos reyes, salió de Cádiz o Tarifa. Mas el primer mago de esta especie, al cual no ha llegado, ni creo llegará otro, fue nuestro primer padre, no el que para nuestra ignominia nos achacan las huecas calaveras del Darwinismo y Transformismo, sino Adán, a quien no se ocultaba virtud alguna de cuantas se contenían en las cosas que componen el Universo, creado de la nada, por Dios Todopoderoso, cuyo conocimiento, trasmitido a las generaciones que de Adán se sucedieron, fue debilitándose poco a poco, siendo hoy sumamente difícil el alcanzar una mínima parte de él a fuerza de estudio y de experimentos; pues, a pesar de lo que se vocifera el progreso de las ciencias naturales, progreso que yo no niego, nada se sabe en comparación de lo que se ignora.

Pero dejemos esa magia natural, que ya no se llama magia, entendiéndose sólo con este nombre la que consiste en llevar a cabo cosas estupendas, humanamente imposibles, con ayuda del demonio, consintiéndolo Dios por sus inescrutables designios. A ésta pertenecen los prodigios de Apolonio de Tiana, que competían con los milagros del Apóstol San Pablo. Ésta fue la magia por cuya virtud llegó a volar aquel Simón a quien las oraciones de San Pedro hicieron caer desde la altura a que el demonio lo había elevado. De esa magia es de la que se dice que usaron Circe para convertir en bestias a los compañeros de Ulises, ciertas mesoneras romanas a sus huéspedes en jumentos, no sé quién para convertir en aves a los socios de Diomedes, y tampoco sé quién para transformar en yegua a una jovencita, que fue librada de tamaña desventura por las oraciones de San Macario.

Finalmente, ésta es la magia de que hablan el Martillo y el Hormiguero al tratar de los duendes, brujas, aparecidos, endemoniados, etc., designándola con el nombre de maleficio.

Sobre quién fue el primero que acudió al demonio en demanda de esa maldita ciencia, solo se procede por conjeturas, respecto a los tiempos primitivos; pero con relación a los postdiluvianos, dice el autor del libro de Trigueros: «Y aunque la magia diabólica pudiera haber perecido en las aguas del diluvio universal, pero dice Casiano que la sustentó uno de los hijos de Noé que entraron en el arca, que fue Caín, gran mago, a quien su santo padre maldijo; y dice Josefo que, no atreviéndose a entrar en el arca los libros que tenía de las artes por estar en ella su santo padre, los dejó en parte señalada de la tierra: estaban escritos en láminas de diferentes metales, que no pudiesen sujetarse a las inclemencias de las aguas, y en diferentes piedras, a quien no pudiesen ofender ni el diluvio del agua ni del fuego, que habían de sobrevenir al mundo, de que tenían noticia, derivada de Adán por especial revelación que Dios le hizo; y así esa mala semilla pasó a muchos sucesores de Caín, al cual, por esa acción, llamaron comúnmente autor del arte mágico, como notan San Agustín y Pereira; y porque la enseñó con especial cuidado a su hijo primogénito Mirraín, el cual, como dice San Clemente romano, la sembró en Egipto, en Babilonia y en Persia, a quien por eso le atribuían esas gentes el ser autor de este arte. Es el que Plinio llama Zoroaste, que quiere decir vivum astrum: astro vivo; porque habiendo enseñado a los persas a adorar por dios al fuego, quiso el verdadero Dios muriese a sus manos de un rayo que cayó del cielo, como dice San Gregorio Turonense y Del Rio; si bien el autor principal fue el demonio, por ser esas obras enderezadas a su honra y culto, como notó Procopio y lo refiere Eusebio, diciendo que sus dioses no sólo quieren que los hombres gocen de esa familiaridad y feliz trato, sino que juntamente les sirvan con las cosas de que más gustan».

Los autores del Martillo de maléficas proponen esta cuestión: Si hay maleficio; y después de examinar todas las razones en pro y en contra, lo deciden en los siguientes términos: «Se concluye de todo lo dicho, que es verdadera aserción católica la de que hay maleficios, que con el auxilio de los demonios, por el pacto hecho con ellos, permitiéndolo Dios, pueden producir efectos reales maleficiales, sin excluir el que también los pueden producir fantásticos por medios prestigiosos».

Han de tener ustedes presente, que la obra del Martillo de maléficas, fue aprobada por todos los profesores de Teología de la universidad de Colonia, y que no bastaría un tomo en folio para la lista de todos los sabios y santos que abundan en el mismo sentido.

Oigan ustedes algo de lo mucho bueno que escribió en un periódico hace pocos años cierto autor, que se propuso y llevo a cabo con toda felicidad, la tarea de defender a la Inquisición de cuanto contra la misma continuamente dicen y repiten hasta la saciedad sus enemigos.

«Reducidas las diversas artes y maneras de superstición que hemos referido al arte de producir efectos, no solamente maravillosos, sino superiores y desproporcionados a la virtud que respectivamente poseen los agentes del Universo, de que hacemos parte, ninguna persona docta puede ignorar que todas las épocas del mundo, principalmente las que precedieron a la venida del Redentor, están llenas de obras y hasta de sistemas supersticiosos, que jamás podrán ajustarse ni convenir con el curso ordinario y regular de la naturaleza. Y es evidente que, como esos hechos se hayan producido siempre fuera de la Religión y contra ella, y no puedan ser atribuidos a Dios ni a los ángeles buenos que le guardaron fidelidad, por fuerza hubieron de ser causados por los ángeles malos y réprobos, los cuales, aunque cayeron del cielo, no perdieron su naturaleza, ni se eclipsó su inteligencia, muy superior a la nuestra, ni fueron destituidos de aquel poder extraordinario y maravilloso que ejercitan sobre las cosas sensibles, para llevar adelante, según que les es permitido, las trazas y maquinaciones de su perpetua concupiscencia contra la gloria de Dios y la salud de los hombres. Y a la verdad, ¿qué fueron los oráculos de la antigüedad gentílica sino hechos preternaturales, en los cuales intervenían los espíritus malos, adorados por las gentes como dioses: Omnes dii gentium demona. Cuéntase a este propósito, que, habiendo probado esta verdad el docto jesuita Baltus contra cierto famoso médico holandés, llamado Van Dale, el cual había escrito una disertación en que atribuía a fraude de los sacerdotes las respuestas dadas por los ídolos, Fontenelle, que había traducido este escrito al francés, viendo la impugnación victoriosa de él, dijo festivamente: Le diable a gagné sa cause. Bastaban en este punto para engendrar en los ánimos perfecta certidumbre los testimonios de los antiguos Padres y de los escritores eclesiásticos y otros testigos muy santos, dignos de toda fe; pero además, el carácter y procedencia satánicos de tales respuestas, se comprueban con los mismos autores gentiles, singularmente Celso y Porfirio, quienes hasta llegaron a quejarse del silencio de sus oráculos después del cristianismo, sin duda porque la propagación de esta divina Religión, les forzaba a callar: entonces pudo invertirse la sentencia de Fontenelle y decirse que el diablo había perdido su causa. (Falsa filosofía.) Ni eran sólo los oráculos los hechos en que se manifestaba e influía entre los gentiles el principio de este mundo; a él únicamente pueden y deben atribuirse todos los prestigios que entonces obraba la magia, entre los cuales es conocido el hecho de Simón Mago, a quien fue visto elevarse sobre el aire. No faltaron entonces respuestas y vaticinios dictados por el mismo demonio, bajo el nombre de alguna persona ya difunta, valiéndose de medios e instrumentos para sus encantamientos y seducciones, como mesas, trípodes, etc. Muchos enfermos entre los egipcios y los griegos dormían en los templos, para que durante el sueño les fuese revelado el remedio conveniente. El sueño se producía en otras ocasiones artificialmente por el contacto de las manos, según aquello que se lee en Plauto (Amphit. act. 1.) ¿Quid, si ego illam tractim tangam ut dormiat? Conocieron también los paganos la clara intuición con que se imaginaban ver las cosas futuras y distantes, empleando al efecto algún espejo, o por medio de agua trasparente, como se cuenta de aquél que con el auxilio de un cristal, mostró a un embajador inglés los reyes que habían de suceder en el trono al que a la sazón lo ocupaba.

»Viniendo ahora a los tiempos de la Edad Media y posteriores, ofrécense en primer término a nuestros ojos aquellas extrañas mujeres, de quien se dice, y no sin fundamento, que comunicaban habitualmente con el demonio. Aunque de ellas se refieren mil fábulas e invenciones, sobre todo acerca de sus aquelarres, congresos nocturnos y reuniones sabáticas, no faltan autores, aun entre los protestantes, que dan por cierto dicho comercio y los dichos conventículos; si bien otros, entre quienes se distinguió mucho el sabio jesuita Federico Spee, atribuyen tales cosas a puras alucinaciones de la imaginación. Pero sea de esto lo que quiera, es lo cierto, dice el doctor Perrone (en cuya excelente obra De virtute religionis, de donde hemos tomado las noticias que preceden, puede el lector verlas ampliadas y justificadas en los textos que allí se citan), que personas del uno y el otro sexo, pero principalmente mujeres, se hicieron reos de crímenes atroces y perniciosos de muchos modos en virtud de pacto y convención con el demonio, por los cuales fueron condenados justamente al último suplicio.» Es de notar que los protestantes no se quedaron detrás de nadie en la persecución de este género de delitos.

G. —Sumamente grato me ha sido oír lo relatado por ese sabio y erudito defensor del Santo Oficio; y lo que de todo más me ha llamado la atención, es lo que dice respecto a los oráculos, cuyas respuestas siempre había yo tenido por el resultado de las supercherías de los sacerdotes paganos, que con ellas embaucaban a todo el mundo y sacaban pingües utilidades.

M. —En esto se refiere el abogado de la Inquisición a lo que sobre lo mismo escribió en la obra titulada Falsa filosofía, el nunca bien ponderado Fray Fernando de Ceballos, ilustre monje Jerónimo, en el inmediato Monasterio de San Isidro del Campo; y siento, en verdad, no tener a la mano en este momento dicha obra, para leer a ustedes lo que refiere en cuanto a los oráculos, que es, como todo lo suyo, de un mérito sobresaliente.

R. —Pues, siendo cosa tan buena y tan conducente al asunto de que tratamos, ruego a usted se tome la molestia de traer mañana el libro del Padre Ceballos, para proporcionarnos el placer de oír a ese célebre monje.

M. —Son órdenes para mí los deseos de cualquiera de ustedes, y no faltará aquí en la próxima noche la Falsa filosofía.

C. —Resulta de lo que hasta ahora ha tenido usted la bondad de decirnos, que son muchísimos los santos y los sabios que afirman la existencia de la magia; y supuesto que nadie ha podido demostrar que se hallan equivocados, dispénseme la señora opinión pública el que por de pronto no la siga.

R. —Ni yo.

G. —Pues yo, menos.

M.-—Démosla por abandonada nemine discrepante: pero entiéndase que, conformes con lo que han dicho en cierto dictamen tres dignísimos sacerdotes, la abandonamos «aparte de todo género de ilusiones; aparte de accidentes producidos por el desarrollo de fuerzas físicas, cuyo valor es relativo; aparte de la malicia y del fraude, que han logrado su objeto para fines más prácticos y de mayor eficacia; aparte de gravísimos daños ocasionados por decepciones funestas y miserables supercherías».

E. —La verdad es, que ha dejado de creerse en esas cosas, a medida que ha dejado de creerse en Dios.

G. —¿Tiene esto alguna explicación?

M. —Y tanto como la tiene. Todo lo que constituye las diferentes especies de magia, lo atribuyen los autores católicos a obra del demonio, y como no habría demonio si no hubiese Dios, para negar la existencia de este Ser Supremo, preciso era negar al mismo tiempo la de la más desgraciada de sus criaturas. Regla general sin excepción alguna: el que no cree en el diablo, tampoco cree en el Dios verdadero.

A propósito de esto, recuerdo que en cierta revista católica se publicaron algunos artículos sobre lo que hay de verdad en el espiritismo, y en uno de ellos, que tiene por epígrafe: «¿Qué se han hecho las viejas creencias?» se dice: «Para llegar a quitar a los hombres la creencia en Dios, se había ensayado quitarles la creencia en el diablo.» Los grandes Patriarcas Baile, Buile y Voltaire, habían declarado que esta era la gran dificultad que se debía vencer. «Satanás, decía Voltaire, es todo el cristianismo.» Se repetía, como hoy lo hacen los espiritistas, en todos los tonos y en todas las formas que el infierno y sus llamas eternas son incompatibles con la infinita bondad de Dios. El miedo al diablo estaba profundamente arraigado en la mayor parte de las conciencias; sin embargo, a fuerza de ridículo, de sarcasmos, de chanzonetas más o menos espirituales, se llegó a punto de hacerlo olvidar. «La obra más principal de Satanás, ha dicho uno de nuestros más célebres oradores, ha sido la de hacerse negar

E. —Supuesto que, al parecer, a todos nos interesa y distrae agradablemente la materia de que se trata, y que de ella se habla con extensión en el Martillo y en el Hormiguero de maléficas, me atrevo a formular la proposición de que, dando por ahora tregua al tresillo, tenga la bondad el Sr. de M. de leernos en las veladas sucesivas esos libros, o cualquiera de ellos.

C. —Felicísima sería la idea de usted., Sr. de E., si no se ofreciese, por desgracia, la dificultad de que el idioma en que los tales libros se hallan escritos, es enteramente desconocido para mí.

G. —Y para mí también; y en verdad que lo siento, porque no puede por menos, sino que entre las hojas del Hormiguero y el Martillo, se han de encontrar cosas sumamente curiosas.

E. —Cierto que ese inconveniente, que lo es para mí, lo mismo que para ustedes dos, no se me había ocurrido, y de lamentar es el que no tenga remedio.

M. —Sí que lo tiene, amigos míos; porque todo se reduce a que yo les lea en castellano lo que esta escrito en latín, lo cual, aun cuando no es tan fácil como a algunos parecerá, tampoco lo considero como un trabajo de Hércules.

C. —Pues si tanta fortuna tenemos, desde la noche próxima se podrá dar principio a la lectura.

Así terminada la primera tertulia de estas diabólicas que me he propuesto relatar, se despidieron de R. sus tres compañeros.