lunes, 28 de agosto de 2017

Gaston Bachelard: Lautréamont, poeta de los músculos y del grito


LAUTRÉAMONT: POETA DE LOS MÚSCULOS Y DEL GRITO

I
Nada más inimitable que una poesía original, una poesía primitiva. Y también nada más primitivo que la poesía primitiva. Domina una vida, domina la vida. Al comunicarse, crea. El poeta debe crear su lector y de ninguna manera expresar ideas comunes. Una prosodia debe imponer su lectura y no regular fenómenos, efusiones, expresiones. Por eso un filósofo que busca en los poemas la acción de los principios metafísicos reconoce sin vacilar la causa formal a través de la creación poética. Sólo la causa poética, mezclando la belleza a la forma, comunica a los seres la fuerza de seducción. ¡Que no se vea ahí un fácil pancalismo! Lo bello no es un simple arreglo. Necesita un poder, una energía, una conquista. También la estatua tiene músculos. La causa formal es de orden energético. Por eso llega a su colmo en la vida, en la vida humana,  en la vida voluntaria. No se comprende bien una forma en una contemplación ociosa. Es necesario que el ser que contempla viva su propio destino ante el universo contemplado. Todos los tipos de poesía son tipos de destino. Una historia de la poesía es una historia de la sensibilidad humana. Por ejemplo, un psicólogo atento juzgará el hermoso libro de Marcel Raymond, De Baudelaire au Surréalisme, como una verdadera suma de las novedades psicológicas. Y sin duda le llamará la atención un hecho: casi siempre las novedades son voluntades. La poesía contemporánea, en su asombrosa variedad, prueba que el hombre quiere un devenir, quiere un devenir hasta para su corazón. El libro de Marcel Raymond nos muestra las múltiples avenidas de una afectividad inventiva, de una afectividad normativa que renueva y ordena todas las fuerzas del ser.

Luego, lo bello nunca puede ser simplemente reproducido, tiene que ser, primero, producido. De la vida, de la materia misma, extrae energías elementales que son primeramente transformadas, y después transfiguradas. Ciertas poesías realizan especialmente la transformación, otras, la transfiguración. Pero el poema verdadero siempre debe provocar una metamorfosis en el ser humano. La función principal de la poesía es transformarnos. Es la obra humana que nos modifica más pronto: para ello basta un poema.

Desgraciadamente, demasiado a menudo, imágenes heteronianas rompen la ley de la imagen activa. Un mimetismo increíble parodia un movimiento que sólo es saludable y creador en su intimidad. Por eso cuando las escuelas son dominantes, cuando las estéticas son enseñadas, detienen las fuerzas destinadas a metamorfosear. Sólo a algunos poetas solitarios les es dado vivir en estado de metamorfosis permanente. Ellos constituyen, para un lector fiel, esquemas de metamorfosis sensibles. Ciertos poetas directos determinan en nuestra sensibilidad una especie de inducción, un ritmo nervioso, muy diferente del ritmo lingüístico. Hay que leerlos como si tomáramos una lección de vida nerviosa, una lección de voluntad de vivir original. Es así como hemos intentado revivir la fuerza inductiva que recorre los Cantos de Maldoror, publicados hace setenta años por Isidore Ducasse bajo el pseudónimo de Lautréamont. Hemos consagrado a ese extraño poeta, nacido en las costas del Uruguay, largos meses de experiencia dócil y simpática, tratando de restituirlo a la agitación específica de una vida muy diferente de la nuestra[1]. Desearía mostrar en el presente artículo, sin dar el film  completo de las imágenes, cómo se inicia en Lautréamont el dinamismo poético y precisar también el principio de su Universo activo.

II

En el umbral de la fenomenología ducasiana, proponemos poner este teorema de psicología dinámica tan bien formulado por F. Roels: “Nada hay en la inteligencia que no haya estado primero en los músculos”. Es esa una justa paráfrasis de la vieja divisa de los filósofos sensualistas que no encontraban en la inteligencia nada que no hubiera estado primero en los sentidos. En realidad, una gran parte de la poesía ducassiana depende de la miopsiquis caracterizada por Storch (Véase Wallon: Stades et troubles du développement psicho-moteur el mental chez l’enfant. París, 1925, pág. 166). El lector en actitud de dócil simpatía para con Maldoror siente reavivarse esa miopsiquis casi fibra por fibra. Una estampería animalizada le ayuda a alcanzar ese curioso estado de análisis muscular. Pareciera, en efecto, que la vida animal diera un valor especial a músculos y órganos particulares, hasta el punto de resultar a menudo que todo un animal es el servidor de uno de sus órganos.

En Lautréamont, la conciencia de tener un cuerpo no es, pues, una conciencia vaga, una conciencia adormecida en un calor feliz; es, por el contrario, una conciencia violentamente iluminada en la certeza de tener un músculo, y que se proyecta en un gesto animal, ya olvidado desde hace mucho tiempo por los hombres.

El tierno Charles Louis Philippe decía, contemplando al niño en la cuna: (La Mere et l’Enfant, pág. 2) “sus pies se agitan graciosamente, un poco alocados, y parece que cada dedo del pie es un animalillo aparte”. Esas impresiones animalizadas nos acuden con más frecuencia en las horas de fatiga, en el aflojamiento muscular. Lautréamont, por el contrario, descubre su fuerza en las horas de mayor actividad, en los gestos más ofensivos. Su verdadera libertad es la conciencia de las preferencias musculares.

III

En las primeras páginas de los Cantos de Maldoror, encontramos un ejemplo de ese carácter directo y primero del estremecimiento muscular. El odio de “orgullosas, anchas y flacas narices”, el odio basta para devolver el primitivismo muscular al ser gastado, espoliado, anonadado por las sensaciones más pasivas. El estremecimiento de las ventanillas no responde entonces a la invasión de un perfume, el orgullo de una ventanilla dinamizada por el odio no se nutre de incienso. “Tus ventanillas, desmesuradamente dilatadas de contentamiento inefable, de éxtasis inmóvil, no pedirán nada mejor al espacio, que se embalsama de perfumes y de esencias, pues estarán saciadas de una felicidad completa”[2].

¿Puede darse un ejemplo más claro de subversión de los valores sensibles? Lo que era sensación pasiva se vuelve de pronto voluntad, lo que era espera se vuelve provocación. El olfato ¿no es acaso el sentido más pasivo, más terrestre, el más inmóvil, el más inmovilizante, el que debe esperar lentamente, pacientemente, sabiamente que la realidad impuesta se aleje, se esfume, para soñar de veras, para escribir su poema? Cuando el perfume sea un recuerdo, el recuerdo será un perfume. El perfume con su materia y su ideal podrá entonces integrarse en ricas y vastas correspondencias. Pero lo que se gane en riqueza se perderá en decisión. Una dinamogenia primitiva, como la que se anima en los Cantos de Maldoror, no soporta los perfumes triunfantes. Todo ese universo pasivo y respirado se debilita y se borra cuando el acto se impone como un universo. La inspiración domina las inspiraciones. A la vida ofendida sucede la vida ofensiva. La carne en vida es entonces, en sí misma, su propio olor.

IV

De modo que el más pequeño músculo que abre una ventanilla o endurece una mirada insinúa una vida y una poesía especiales. En sus Estudios filosóficos sobre la expresión literaria, Claude Estève le da la importancia que se merece a esa especie de sintaxis muscular: “No hay sensación que provoque una alerta de toda la musculatura. Todos los medios de acción y de reacción vibran al unísono a su llamado”. En Lautréamont, el mundo no tiene necesidad de invitarnos al acto. Con la poesía empuñada, Maldoror aborda la realidad, la amasa y la modela, la transforma, la analiza. ¡Si la materia pudiera ser una carne que se magulla! “El furor de secos metacarpos” (pág. 185) impone su forma al mundo maltratado.

Sería un error, por otra parte, imaginar la violencia ducassiana como una violencia desordenada que se embriaga en su exceso. Lautréamont no es un simple precursor del “paroxismo”. Aun en sus tempestades energéticas, el sentido muscular conserva en él la libertad de decisión. Como lo ha demostrado Henri Wallon, el niño turbulento posee verdaderos centros de turbulencia. Lautréamont, poeta turbulento, no acepta las violencias turbias. No acepta las reacciones difusas, las acciones confusas. Diseña actos. Sabe administrar su agresión. Sin duda ha debido sufrir —¡como tantos otros!— a causa de las inmovilidades escolares. Habrá tenido que soportar las actitudes del adolescente sentado, del colegial reducido a las alegrías articulares del codo y de la rodilla. Abrirse paso con los codos, ¡qué imagen de una humanidad solapada! Bajo la mirada del maestro, Isidore Ducasse ha vuelto el cuello hipócritamente, exagerando el tic del cuello, ocultando la impulsión primitiva con un movimiento lentamente prolongado. “Como un condenado que prueba sus músculos, reflexionando sobre la suerte que correrán, y que pronto va a subir al cadalso, sobre mi lecho de paja, con los ojos cerrados, vuelvo lentamente mi cuello de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, durante horas enteras…” (pág. 53). Para comprender dinámicamente esas páginas, hay que suprimir la imagen visual; aquí, hay que borrar el cadalso; se prestará entonces la debida atención a esos obscuros músculos de la nuca que, estando tan cerca de la cabeza, tan lejos están de la conciencia. Al dinamizar esos músculos se encontrará simplemente los principios musculares del orgullo humano, que tan poca diferencia tiene con el orgullo leonino. La psicología del cuello y la técnica del cuello encontrarán abundantes lecciones en los Cantos de Maldoror. Meditando sobre esas lecciones se comprenderá mejor la importancia que tienen las corbatas, y la importancia que tienen las gorgueras en la psicología de la majestad.

Si fuera posible desarrollar más extensamente esas explicaciones, nos daríamos cuenta de que la fisiognomonía, en sus descripciones anatómicas, ha olvidado casi completamente los caracteres temporales del rostro. Encontraremos esos caracteres temporales reviviendo la dinámica de los gestos en su cabal sintaxis, distinguiendo sus diversas fases energéticas y, sobre todo, estableciendo la exacta jerarquía nerviosa de las múltiples expresiones. La cara de un hombre decidido da los instantes de la mutación de su ser. El sentido común tiene tan poco discernimiento, que confunde todas sus observaciones bajo el simple signo de un semblante enérgico. Lautréamont no se congela en su misma energía. Conserva eternamente la libertad, la movilidad, la decisión.

V

Encontraremos una nueva prueba del primitivismo de la poesía ducassiana en la importancia que da al grito. Para quien abandona el punto de vista del primitivismo como jerarquía nerviosa, el grito no es más que un accidente, un desgarrón, un arcaísmo. Por el contrario, el primitivismo nervioso nos prueba que el grito no es un toque de llamada, ni siquiera un reflejo. Es esencialmente directo.

Es también la antítesis del lenguaje. Todos los que han meditado ante un niño solitario se han sorprendido de sus juegos lingüísticos: el niño juega a los murmullos, a los gorjeos, a la voz mojada, con timbres de finas campanillas que suenan sin resonar — ¡leves cristales que un soplo quiebra! El juego lingüístico cesa cuando el grito vuelve con sus potencias iniciales, con su rabia gratuita, claro como un cogito sonoro y energético: grito, luego soy una energía.

Entonces, una vez más, el grito está en la garganta antes de estar en el oído. Nada imita. Es personal, es la persona gritada. Si se le retiene, retumbará a su hora como una rebelión. Tú me torturas: me callo. Sólo gritaré el día de mi venganza. Oirás entonces un grito negro en la noche. Mi ofensa es una espada tenebrosa. Mi venganza es un brusco relieve de las tinieblas. No significa nada; pero, inversamente, la firmo con todo mi ser. Aquellos que profieren gritos desgarradores no saben gritar. Han puesto al grito detrás del miedo y no delante de la amenaza, como está primitivamente.

Todo lo que es intermedio entre el grito y la decisión, todas las palabras, todas las confidencias deben callarse (pág. 105): “Ahora, se acabó desde hace tiempo; desde hace tiempo no dirijo la palabra a nadie. Oh tú, cualquiera que seas, cuando estés a mi lado, que las cuerdas de tu glotis no dejen escapar ninguna entonación... y también vosotros, no intentéis en modo alguno hacerme conocer vuestra alma por medio del lenguaje”.

Tal vez no se le ha dado bastante importancia a la declaración de Isidore Ducasse: “Dicen que nací entre los brazos de la sordera” (pág. 102). La psicología del sordo de nacimiento que adquiere de pronto la audición no ha sido hecha todavía, mientras que la psicología del ciego de nacimiento, curado por Cheselden, ha sido imaginada infinidad de veces.

Si realmente Isidore Ducasse es un sordo de nacimiento, sería interesante saber a qué edad ha adquirido su verbo, a qué edad ha podido decir con asombro: “soy yo mismo quien habla. Sirviéndome de mi propia lengua para emitir mi pensamiento, me doy cuenta de que mis labios se mueven…” (pág. 207). Le escucharíamos, entonces, hasta la frontera de la sensibilidad alucinatoria, cuando él oye al crepúsculo desplegar sus velos de satén gris...

Pero si leemos los Cantos de Maldoror dándoles una sonoridad en cierto modo nerviosa, es decir, agregando sonidos a las puras impulsiones, descubrimos entonces que las voces débiles son voces debilitadas. Es menester volver al grito y reconocer que el primer verbo es una provocación. Los fantasmas ducassianos nacen de una grita o, por lo menos, una grita levanta al fantasma que tropieza.

Para comprender la jerarquía nerviosa hay que volver siempre a la omnipotencia del grito, al instante en que el ser que grita cree tener la garantía de que su grito “se oye hasta en las capas más lejanas del espacio” (pág. 136). Un grito así, original, niega las leyes físicas como la falta original niega las leyes morales. Un grito así es directo y cruel; lleva realmente el odio hasta el corazón del adversario, como una flecha (pág. 128): “Parecíame que mi odio y mis palabras, franqueando las distancias, reducían a nada las leyes físicas del sonido, y llegaban diferenciadas a sus oídos ensordecidos por los mugidos del océano iracundo”. El grito humano tiene su parte en un universo colérico. La “boca cuadrada” ha encontrado su vocal.

VI

¿Cómo ha de poder un grito semejante determinar una sintaxis? A pesar de todas las anacolutas activas, ¿cómo puede el ser sublevado conducir una acción? Es ése el problema resuelto por los Cantos de Maldoror. Todo se articula en el cuerpo cuando el grito —él mismo inarticulado, pero maravillosamente simple y único— dice la victoria de la fuerza. Todos los animales, aun los más inofensivos, articulan un grito de guerra. Pero en la Naturaleza todas las fuerzas son parodiadas. Y en la vida animal múltiple que ha vivido, Lautréamont ha oído gritos belicosos que son “cloqueos ridículos”. Ha oído gritos sin jerarquía que nos hacen pensar en lo que llamaríamos de buena gana gritos de masa, gritos que nacen de la masa biológica. Parece que ese fuera el pensamiento de Paul Valéry cuando dice en Monsieur Teste: “Los tiernos balaban, los agrios maullaban, los gruesos mugían, los flacos rugían”. Hay que ascender a lo humano para tener los gritos dominantes. A través de un estruendo poético, se los oirá pasar en los Cantos de Maldoror.
Se equivocan quienes ven en estos cantos una maldición teatral. Son un universo especial, un universo activo, un universo gritado. En ese universo, la energía es una estética.

Artículo publicado en Revista Sur, octubre de 1940 (no figura el nombre del traductor).

Nota 1: Véase Lautrémont, ed. José Corti.
Nota 2: Pág. 42. Todas las citas han sido tomadas de las Obras completas de Lautrémont, publicadas por José Corti.