lunes, 12 de diciembre de 2011

Borges: Montaigne



MONTAIGNE
La más tranquila de las revoluciones francesas tal vez ocurrió así:
Michel Eyquem, señor de Montaigne, leía (releía) en su biblioteca las obras menores de Plutarco, vertidas al francés por Amyot. Sabemos que la biblioteca era circular y que abarcaba el segundo piso de una torre; nada nos costaría añadir que el fuego crepitaba en la chimenea, un fuego alegre de ser fuego y de dar calor a los hombres, y que el aullido inútil de un perro subía desde el patio. (Desde el patio, para Montaigne; desde el siglo XVI, para nosotros.) Pensándolo bien, no lo haremos; la buena literatura ha abusado de los rasgos circunstanciales, que ahora contaminan de irrealidad las cosas que tocan. No fingiremos haber recuperado increíblemente la hora de la noche, del día o del indistinto crepúsculo; bástenos conjeturar que en aquel momento releía el tratado en que se declara que a los tigres los exacerba el son del tambor y a los toros el color rojo. Al volver la hoja, su memoria le adelantó la continuación; la había leído muchas veces, y nada tal vez le importaba menos que el influjo de un color o un sonido sobre los animales. A esta comprobación trivial se agregaría otra, que le causó una leve sorpresa; le gustaba leer y seguir leyendo esas cosas no interesantes. Estas cosas me agradan, reflexionó, porque las escribe Plutarco. Montaigne había comprendido que el griego no era sólo un maestro y una doctrina, sino una entonación individual a la que se había acostumbrado, un hombre y su diálogo.
Desde aquel instante en que percibió que entre alguien y un libro puede existir una relación de amistad, Montaigne ya era el autor de una obra entrañable. Lo demás está en las enciclopedias. En 1580 aparecieron los Essais, el primer libro que deliberadamente busca lo que Plutarco halló en otro país, mediante otra lengua, al cabo de siglos de muerte: el afecto de un hombre desconocido. Los ensayos que abren el volumen son impersonales; también es lícito conjeturar que Montaigne se había propuesto compilar una miscelánea, una silva de varia lección, al gusto de la época, y que, releyendo sus borradores, reconoció en ellos su voz, el sonido de su alma, y decidió incorporarlos en una obra que fuera su verídica imagen.
Seguir la descendencia de la obra, la multiplicación de su linaje por toda Europa, sería reescribir la historia de la literatura.
Acuden a la memoria nombres ilustres; anotemos, al pasar, el de Boswell, que en lugar de mostrarse directamente, optó por incluirse en un grupo, como comparsa lateral y un poco ridícula, porque sabía que la ridiculez puede ser querible.
Para no ser indigno de la amistad de generaciones futuras, Montaigne, quizás sin proponérselo, hubo de acentuar algún rasgo; sus émulos, a lo largo del tiempo, exageraron ese procedimiento dramático y hay personajes —básteme recordar a Bloy y a Carlyle— de quienes no sabemos con certidumbre si son formas de la naturaleza o del arte. ¿Quién, entre los autobiógrafos, es un rostro y quién una máscara?

BORGES — Montaigne, Walt Whitman (Buenos Aires, Imprenta Francisco A. Colombo, 1957. Artículo incluido en Textos recobrados 1956-1986. Emecé Editores, 2003, 2007.)