lunes, 20 de junio de 2011

Joris-Karl Huysmans y Ramiro de Maeztu



Joris-Karl Huymans, el naturalista converso. 

Al cambiar Huysmans de escuela literaria, le escri­bió Zola para decirle que había inferido con ello te­rrible golpe al naturalis­mo. Tenía razón. Huysmans poseía todos los ta­lentos necesarios para erigirse en pro­feta de la escuela naturalista: la acui­dad en las sensaciones, la riqueza ver­bal para expresarlas, el talento crítico para perfeccionar incesantemente su trabajo y para defender su credo ante las gentes. Hasta era crítico de pintu­ra, como casi todos los naturalistas. Descubrió a Degas desde sus comien­zas y fué uno de los primeros europeos en apreciar el arte japonés.
¿Cómo fué posible que se convirtie­ra este hombre al catolicismo? Una religiosa de talento escribió de Huys­mans: "Parecía un gato gris y flaco que se hubiese colado por las goteras en la iglesia". M. Ernest Seillière, miem­bro del Instituto francés, acaba de publicar un libro en que trata de ex­plicárnoslo . Desgraciadamente, es M. Seillière el inventor de una idea que considera el romanticismo como una re­ligión por medio de la cual multiplican los hombres sus capacidades de acción al libertar el instinto y los sentimientos del dogma del pecado original, idea que es cierta pero insuficiente para expli­carnos el caso de Huysmans.
Cuando se anunció la conversión, la sorpresa fue universal. ¡Un espíritu tan ferozmente crítico! Sus primeros libros de carácter religioso produjeron más satisfacción a los incrédulos que a los creyentes. Estaban llenos de des­precio hacia la mediocridad espiritual de los sacerdotes, de los frailes, de los servicios religiosos. Era una crítica in­justa e incomprensiva, porque si todos los sacerdotes fueran genios, ¿encon­trarían muchas almas capaces de seguir el vuelo de sus alas? De otra parte, sus anhelos de oración y de quietud contrastaban con sus ataques a los dog­mas, de los que decían que eran "las más absurdas de las creencias". Algu­nos de sus ataques tuvieron que escocer gravemente a algunas órdenes religio­sas, por ejemplo el que funda en el hecho de que muchos de los católicos franceses de más talento, como Lacordaire, Montalembert, Falloux, Broglie, Hello, Coppée y Brunetière fueran con­versos, debido a que los alumnos de educadores eclesiásticos, caracterizados por el miedo de las ideas y el pánico de las palabras, no osaban medir hon­radamente sus creencias con las de sus adversarios.
Huysmans dice que son tres las cau­sas de su conversión: la herencia o lla­mamiento de la raza; el "tedium vita" o "spleen" romántico (el mal del siglo) y el amor exaltado del arte. Huysmans estaba muy poseído de su ape­llido holandés. Despreciaba o fingía despreciar a los meridionales. Decía preferir los alemanes a los marselleses y profería, al respecto, toda clase de disparates "racistas". Y cómo todo ello no demuestra sino que hay muchas gen­tes nórdicas que no tienen otra cosa de qué enorgullecerse que el color de su piel, podemos doblar la hoja, sin ne­cesidad de meditar sobre esta supuesta causa de conversión que, en todo caso, debió haber alejado a Joris-Karl de la religión de los hombres de Marsella.
 
Más importancia ha de atribuirse al asco del naturalismo. El arte empieza donde terminan los sentidos, y preten­der confinarse en los "coladeros de la carne", negar el ensueño y lo supra­sensible, es destruir la razón misma del arte. En los tiempos de Huysmans no era ya necesario, como en la ante­rior generación de George Sand y Víctor Hugo, apelar a Dios para justificar los extravíos pasionales. El naturalismo había sustituido la idea de Dios por la del determinismo de la fatalidad. En el fondo, se trataba siempre de justi­ficar las pasiones humanas. Pero las gentes no eran tampoco muy felices desde que habían abolido a Dios. La lujuria, por ejemplo, no pasaba de ser una anécdota para ser contada entre hombres solos. En el arte de Félicien Rops pudo ver Huysmans que lo que le da importancia es precisamente su mis­teriosa omnipotencia, su carácter dia­bólico, lo que hay también en ella de sobrenatural, bien que de un sobrena­tural perverso.
Aquí ya hay un principio de conver­sión auténtica. De haber sido Huys­mans un hombre normal, no habría necesitado sino darse cuenta, como ya le ocurrió en sus primeros libros, de que el naturalismo ignoraba los esfuer­zos y los sufrimientos que constituyen la virtud, para abandonar una escuela que reducía el hombre a una fatalidad mecánica. Pero este gran descubrimien­to fue estéril para Huysmans. Carecía de talento moral y se avenía sin repug­nancia a que las almas se sustituyeran las unas a las otras y que las ciudades pervertidas fuesen salvadas de las con­secuencias de sus pecados por las ora­ciones de los monjes.
No cabe duda de que el deseo de dis­tinguirse de sus compañeros de natu­ralismo fue uno de los estímulos que le lanzó por el camino de la conver­sión. Su admirador Coquiot le excita­ba a romper con los naturalistas si quería llegar a ser verdaderamente per­sonal. La admiración hacia Baudelaire y Barbey d'Aurevilly le empujaba tam­bién en el mismo sentido. El gran éxito de su novela diabólica "Là-bas" y el escaso interés suscitado por la novela siguiente "En rade", que era una vuel­ta al naturalismo, debieron indicarle que Coquiot interpretaba el sentir ge­neral .
Al afán de gloria se unió el deseo de hacer una obra maestra. ¿Cómo al­canzar el don de la gracia, que le pa­recía indispensable para realizar un cuadro comparable a los de los primi­tivos o una obra literaria que emulase las de San Bernardo, San Buenaventu­ra, Santo Tomás de Aquino, San Juan de la Cruz, Santa Teresa o Ruysbroeck? La inclusión, en esta lista, de Santa Teresa y San Juan de la Cruz justifica que no tomemos demasiado en serio el "racismo" de Huysmans. Hubo un mo­mento, cuando el abate Gévresin le in­dicó que debía recogerse inmediata­mente durante ocho días en una trapa de la Champaña, en que Huysmans, que se resistía a hacerlo, sintió un toque acariciador en el alma, "un impulso dulce y tranquilo", que le decidió a ha­cerlo. Su suerte fue haberse tropezado con un alma superior, como indudable­mente lo era la del abate Gévresin. Creo que mientras no conozcamos al detalle las conversaciones cambiadas entre Huysmans y el abate Gévresin, el secreto de la conversión del novelista se nos escapará.
Y es gran lástima, porque Huysmans marca el principio de las conversiones de grandes intelectuales, como Papini, Chesterton, Jorgensen y Max Scheler, que hace coro en las fronteras de Fran­cia a las de un Psychari, un Péguy, un Claudel o un Maritain en la Francia misma. La conversión de Huysmans es tal vez la más difícil de explicar de to­das. Sólo un gran psicólogo, que sepa penetrar por sus libros hasta el fondo del alma, podrá esclarecérnosla. El maestro Von Hügel, otro gran creyente, decía que los "aproches" a la religión son tres: el de muerte y resurrección, que es el ordinario de las gentes y en España el que ha bordeado don Miguel de Unamuno; el de pecado y resurrec­ción, que fue el de San Pablo y el de Pascal; y el de natura y sobrenatura, el de San Juan, San Agustín (en parte) y Santo Tomás.
El de Huysmans más parece haber sido el de fealdad y belleza. Sólo que la belleza no es fin en sí mismo, sino medio para suscitar el amor. Se me figura que Huysmans fue esencialmen­te un hambriento de amor. Solterón, solitario, confinado a su ministerio y a su trabajo estilístico, era un alma que necesitaba salirse de sí misma para ha­llar su centro. Y lo halló, por fortuna, en donde está.

Especial para La Prensa; Madrid, agosto de1932.